Henry y Mariella


Su stand en la bioferia de Miraflores, en el parque Reducto, parece tocado por un sortilegio. Cada vez es más grande, está más lleno de flores, tiene más público, hay más chicos y chicas atendiendo, conversando entre ellos, riéndose con los clientes. Henry Vera, que ha nacido para ser anfitrión, prepara pizzetas orgánicas sobre un brasero mientras les alcanza a sus clientes –a sus amigos– vasitos con un terapéutico brebaje caliente y les pregunta cómo va tal cosa, cómo está fulano. Sobre las mesas, entre ramos de flores y decoradas con pétalos, están las delicias orgánicas que preparan Henry y su esposa, Mariella Matos. En la bioferia hay muchas maravillas, pero este es su corazón. Después de haber comprado las provisiones de la semana, el premio es parar aquí y elegir trufas de cacao y café, strudels, exquisitos pies de limón, tartas de bayas y un contundente, rozagante pan de cereales, para hacer picnic bajo un árbol. Como si la vida fuera un cuento.

Después de conversar con Mariella largo y tendido, en su luminosa, impecablemente pintada casa miraflorina, empiezo a creer que sí, la vida puede ser un cuento. Un cuento que uno mismo escribe, con dedicación y constancia, con claridad mental, paciencia y amor. Los fui a buscar para descubrir cómo lo han hecho, para aprender un poco de eso que se vislumbra al verlos cada sábado rodeados de gente que quiere eso que ellos tienen: cierta fe inquebrantable en la vida y en ellos mismos, en que si uno apuesta por lo que cree y quiere, al final el mundo no solo te dará la razón sino que te pedirá más.

Fui un lunes al mediodía; los lunes y martes son sus días ‘tranquilos’. Los Vera-Matos se dedican full-time a esto. Empiezan la semana con una visita al Barrio Chino, donde se proveen de aceite de girasol orgánico, algas, agar agar, pasas, menestras; la tarde del lunes la tienen libre, mientras las dos personas que ayudan en la cocina preparan los pallares para el humus y las verduras para conservas. Los martes preprocesan los granos y verduras, y los miércoles preparan las galletas, chapattis y pizzetas. Los jueves preparan y refrigeran queques y masas, y Henry empaqueta las galletitas, la sal marina, el müsli y demás joyitas naturales con stickers escritos a mano. “Hay gente que viene a ayudar los jueves. Henry va adoptando gente, les conversa, les da tecitos, se quedan horas componiendo el mundo y empaquetando.” Los viernes arman las papas rellenas, los pasteles (que se hornean los sábados tempranito), hornean y refrigeran las tortas. Por la noche dejan la masa del pan lista para que a las 3 a.m. del sábado su ayudante panadero, Nestor, le dé la segunda amasada y meta los panes al horno. Así, llegan a la bioferia recién horneados, en todo su esplendor.

El asunto ha salido tan bien que no solo viven de esto, sino que dentro de poco van a abrir un café en sociedad con una galería, en José Gálvez con Recavarren (no se preocupen, no van a dejar la bioferia). Pero las cosas no siempre fueron fáciles. Sí, la vida puede parecer un cuento, pero a ningún cuento decente le falta su dosis de obstáculos, una selva oscura que atravesar. Henry y Mariella han atravesado pruebas de fuego, y saben que para ir contra la corriente es preciso convertirse en excelentes nadadores.

Mariella tenía 19 años cuando conoció a Henry, pintor, profesor especializado en pedagogía antroposófica (el sistema Waldorf) y experto en macrobiótica, esa ciencia nutricional originada hace miles de años en China y que, para desgracia mía y de cientos de otros hijos de hippies, estuvo de moda en los ’70. Es una dieta que asegura una salud de hierro a cambio de una atención obsesiva al equilibrio entre los alimentos yin y yang, los dos principios opuestos y complementarios que deben estar en balance en la vida. Suena mostro; el problema es que no es muy posible ser macrobiótico sin ser fanático, sin descartar ciertos alimentos considerados venenosos como las berenjenas, los tomates y otras solanáceas, y la verdad es que es difícil que el resultado sea rico, rico. “Vi mucha neurosis [en la macrobiótica]”, dice Mariella, quien reconoce que se volvió dogmática, que catalogaba a la gente según lo que comía. “La alimentación debe ser un placer. Lo orgánico sí es lo fundamental.”

Cuando nació su primer hijo, José, sintieron una mayor necesidad de que la familia coma alimentos sanos, hechos por ellos -además de optar por una lactancia prolongada, una casa sin tele y la decisión de no vacunar. Yo también he vivido eso, y sé que no es fácil ir contra la presión social. “He sido buen fuerte con mis ideas”, dice Mariella. “Lo tenía bien claro. Nació mi hijo y yo sabía qué hacer desde el principio.” Nació su segundo hijo, Martín, y luego Alejandra, y el rollo de la alimentación encontró un mayor balance. “Me pasaba horas en la cocina para no tener que recurrir [a las golosinas]", cuenta Mariella. “Empezaron los cumpleaños, y yo los mandaba con loncherita. Y después veía a José bajo la mesa, atiborrándose de chizitos. Está bien ser diferentes, pero sin hacer sufrir al niño. No hay que dogmatizar, ni meterle rollos. Encontré el equilibrio: en casa comían así, pero si les daban algo con amor, que lo comieran; si se enferman, harán alguna asociación.”

Después de trabajar juntos en el Waldorf, viajaron a Buenos Aires, a trabajar en un colegio antroposófico, y de regreso en Lima no quisieron volver al colegio. Habían decidido que trabajarían para ellos mismos. Tenían talleres y vendían las cosas que hacían (Henry hacía juguetes de madera, Mariella muñecas de trapo, duendes de paño lenci, marionetas). Pero la cosa no era fácil, y además los inquilinos de su casa no se iban nunca. Fueron a vivir a casa de su amigo Pedro Otero en Pachacámac, luego a la casa de la mamá de Mariella, que estaba de viaje, y emprendieron con brío una época de austeridad. “Lo vivimos sin neurosis. Sabíamos que iba a pasar, que había que sacarle provecho a esa etapa.” ¿Provecho? ¿A no tener cómo pagar las cuentas? Me he desprendido de mucho pero no logro evitar el pánico al déficit económico. ¿Cómo lo hicieron? “Nos dimos cuenta de lo poco que necesitas para vivir”, explica Mariella. Se bañaban en batea y reciclaban el agua. Cuando se acabó la comida, sacrificaron los muñecos que hacía Mariella y tostaron la quinua con la que estaban rellenos. Cuando se acabó el gas, purificaron su cuerpo comiendo todo crudo. “Teníamos una confianza absoluta en que hay algo más que te sostiene. Si no, me habría divorciado diez veces de Henry, me habría metido a cualquier trabajo, estaría frustradísima, metiéndome pastillas.”

Hasta que Pedro Otero, que abrió la bioferia en el 2000, los llamó para que hicieran talleres-venta de sus manualidades, y todo tomó el curso que tenía que tomar. Recuperaron su casa, ese espacio luminoso en el que estamos conversando y que parece una extensión suya, y donde Henry abrió su taller. En el stand de la bioferia empezaron a complementar las manualidades con la comida sana que preparaban para su familia desde hacía años, y el éxito fue tal que eso empezó a desplazar los juguetes. El resto es historia, aunque parezca un cuento.


Henry y Mariella: 241 4872
mariellamp3@yahoo.com

Bichos, piratas y plastelina


“Mami, hazme un cumple de hormigas.” De HORMIGAS. Lo sé, es culpa mía por haberle preguntado. Y por haberme prometido que las fiestas de cumpleaños de mi hijo serían hechas en casa. A ver, pues. A inventarse un cumpleaños de hormigas.

Me parece absolutamente comprensible que las mamis, agotadas, opten por hacer las fiestas en el Bembos, en el MacDonalds, en el Burger King (es más, no juro que nunca lo vaya a hacer), o que alquilen un supermegatsunami inflable para que los pericotes suban y bajen y no haya que darle más vueltas al asunto, pero hasta ahora hay algo que me impide optar por el camino fácil. Puede deberse a las fantásticas fiestas que me hacían mis papás, con crípticas búsquedas del tesoro, juegos de ‘ponle la cola al dragón’ o ‘ponle la barba a Merlín’, máscaras de cuerpos celestes hechas por ellos y el momento estelar, cuando mi mami, expertamente disfrazada de viejita o de chino, tocaba la puerta y nos contaba un cuento.

O tal vez tenga que ver con haber tenido el privilegio de dar a luz en casa; siempre he sentido que la celebración por el aniversario de ese día tenía que ser doméstica, también. El primer cumpleaños de Micael lo celebramos en la casa de mi abuela, donde él nació, con una deliciosa torta hecha por Mariella –la del florido y aromático puesto en la Bioferia de Miraflores– sin más azúcar que el de la fruta, decorada con kiwicha pop y un lindo duende de felpa vestido de amarillo que sigo atesorando. Até buganvíleas con cintas de colores en el pasamanos de la escalera del jardín, envolví maromeros en papel celofán, hice helados sin azúcar (no se nota, prometo la receta pronto) y algunos piqueítos. El sol y el jardín hicieron el resto.

Fue en el segundo cumpleaños que la cosa empezó en serio. Vivía en una casita chiquitita en una quinta en la calle Piura, así que opté por llevar la fiesta al patio. Invité a los vecinos, pusimos guirnaldas de papel de una ventana a otra, esteras en el piso, un rincón de juguetes para que jugaran los pericotes. Hice una torta amarilla con corazones de goma rojos y recurrí a la Pastelería Victoria (en Enrique Palacios) para unos deliciosos, asequibles bocaditos. Mi mami trajo la chicha (error, prohibido servirles chicha a niños, tuve que cambiarle de polo a Micael dos veces, la tercera se quedó calato) y los abuelos paternos de Micael trajeron unos sanduchitos. La onda chavo-del-ocho, de fiesta en el callejón, fue lo máximo. Sobre todo cuando el dálmata de mi vecina Sáchiko sacó la cabeza por la ventana del segundo piso y empezó a ladrar sin parar.

En el tercer cumple vivíamos en La Molina, así que le pedí a mi mami hacerlo en su casa, en Chorrillos. Ella se encargó de la comida (naturista, por supuesto, aunque el premio se lo llevó el surrealista error que hizo que la mazamorra morada estuviera espolvoreada con comino en lugar de canela. Pero bueno, las caras de desconcierto sirvieron para romper el hielo). Había una piscinita, los niños hicieron pizzas y el papá de Micael trajo una piñata irrompible, a la que le pegué duro como catarsis. Es que sí, esto de los cumples caseros es lindo, pero conlleva siempre una dosis de estrés. Mi nuevo novio Frank y yo habíamos estado hasta las 2 a.m. haciendo la torta, una receta que no había probado antes y que salió tan chata que tuvimos que hacer una más para ponerla encima. La forramos con masa elástica teñida con colorante, y como no teníamos las herramientas pasteleras del caso, recurrimos al kit de herramientas de plastelina que le regalé a Mica por Navidad. La gente no sabía si era comestible, pero quedó divertida.

Un año más tarde Frank, Micael y yo ya estábamos viviendo juntos, en otra quinta en Miraflores, en una casa menos chiquitita, por suerte. Adela, la abuela paterna de Micael, fue mi aliada cumpleañera; Mica había pedido un cumpleaños de piratas, y gracias al éxito cinematográfico de Piratas del Caribe, en Miami, donde ella vive, encontró todo lo imaginable para un festín piratesco. Un barco pirata armable como centro de mesa con Johnny Depp colgado del mástil, un cofre de cartón del que salían monedas doradas y collares de perlas, mapas, manteles, servilletas, pañuelos marineros, sorpresas en las que venían lápices, libretas, catalejos, más monedas. Y el papá de Mica planeó una búsqueda del tesoro. Pero por supuesto, mandar a hacer una torta hubiera sido demasiado fácil. Así que Frank y yo estuvimos, otra vez, hasta las 2 a.m. construyendo una isla del tesoro, rodeada de un mar de gelatina infestado de tiburones. Y sí, fue un chambón, pero no lo habría cambiado por nada. Por la mañana, mientras poníamos piratitas sobre la isla, no podíamos parar de reírnos de cansancio y felicidad.

Pero nada me había preparado para una fiesta de hormigas. Adela, en otro continente, se peinaba todas las tiendas de accesorios de fiesta y no encontraba nada hormiguesco, ni siquiera insectesco. Desde julio, cuando Mica nos manifestó su decisión –le volví a preguntar varias veces, para ver si se había olvidado y de pronto prefería, no sé, una fiesta del Hombre Araña– nos devanamos el cráneo: ¿Hacemos un hormiguero de verdad? ¿Una torta en forma de hormiguero partida por la mitad, con una plancha de plexiglás que permita ver los caminos de hormigas? ¿Mica, no quieres un cumpleaños del Hombre Araña?

Hasta que llegó la epifanía: el concepto sería un picnic, en el que las hormigas se llevaban la comida. Hicimos hormigotas de teknopor y limpiapipas que pusimos debajo de una de las tortas, mandamos a plotear hormigas grandes, chiquitas y microscópicas que Frank y Micael sacaban con pinza para pegarlas entrando en fila a la casa, subiéndose a la mesa, trepándose a la fábrica de antenas que preparamos (los niños llegaban y armaban sus antenitas enrollando limpiapipas en vinchas y poniendo en las puntas bolitas de teknopor a las que les habíamos hecho un hueco.
Se les veía lindos a los bichos estos).


Pero –siempre hay un pero– por la mañana entré en colapso porque experimenté con dos baños de torta que nunca había hecho y los veía medio melindrosos. Es solo una torta, me repetía Frank una y otra vez, mientras yo temblaba de frustración. Aunque al final no quedaron tan mal, creo. Una receta la saqué de un coleccionable de El Comercio en el que trabajé: un bizcocho delicioso de zanahoria, manzana y miel cubierto por un baño de queso crema, miel y limón rallado, con mariposas y orugas de fruta encima. La otra, con un baño de claras batidas y fresas, fue para satisfacer el pedido expreso del chiquitín, y porque con una no habría alcanzado. (Una lección: comprar muchas más sorpresas que invitados; siempre cae el primito, el amiguito que invitaron, los hermanos, los etc.)

Un niño le regaló a Mica una especie de lanzamisiles de espuma, que armó el tono. Y cuando ya los niños –acostumbrados a ser divertidos por señoritas en botas y minifalda con micrófonos y Barneys gigantescos– preguntaban cuándo iba a empezar el show, bajó mi mami, expertamente disfrazada de viejita, y les contó un cuento. No hubo show; hubo algo mejor que eso. Hubo ese momento mágico en el que un adulto, rodeado de niños hipnotizados, encantados, cuenta un relato que le contaron a él, cuando era niño.

¿Y el próximo cumpleaños, de qué será? Todavía no he tenido el valor de preguntárselo a mi principito. Pero estoy segura de que será agotador. Inolvidable.