Para siempre

Pedí una langosta y me trajeron un poema. Fue el viernes en el Rafael, adonde fui con F para celebrar el tercer año desde el primer beso. Era un nido de espuma del color de la vainilla, alrededor de flores amarillas y violeta. Nunca había visto algo así. Nunca había comido algo así. En un bocado tenía la espuma de trufa y un trozo sutil de langosta en mantequilla de coral; en otro un trozo igual resultaba ser un gnocchi que cedía, complaciente; en otro una cinta de mango me hacía querer llorar. Nunca antes un plato me había conmovido tanto.
Pero iba a ser la noche más mago de todas y esta no iba a ser la última sorpresa que sacara del sombrero. Ya estábamos rosados por el champagne ruborizado que nos regaló Rafael, cuando, amoroso y divertido, nos trajo un postre misterioso, una bóveda de chocolate con lunares rosa. El chiste de la noche: yo tratando de partir la corteza de chocolate sólido con el tenedor, con todas mis fuerzas, F ayudándome al final. Cuando logramos abrirla me encontré con esto.



(Sí.)

los tesoros que trajo F de arequipa


dos barras de pasta de cacao a la vainilla la continental / cuatro jabones de perejil hechos a pedido por las monjas del convento santa catalina / un par de guantes de primera comunión / un pomito de crema de rosas / medio kilo de mantequilla de pampacollca / su cuerpo


Jaaalouín!


Siempre ha sido mi fiesta favorita. No en vano mi padrastro me decía Sarah Bernhardt; a esta teatrera no había nada que le gustara más que disfrazarse, y si era con amigos, mejor. ¿Y para pedir dulces? ¡Mejor! Además uno de mis juegos favoritos era sentarme a mirar el tiempo pasar vestida de bruja, al lado de la puerta verde en la cabaña hexagonal que construyó mi papá. Incluso cuando no era Halloween.


Tener un hijo pequeño es la excusa perfecta para convertir la casa en un castillo embrujado y asustar a los niños. Este año invitamos a tres de los amiguitos de Micael del nido (Sebastián, Mateo y Lucía, “mi novia favorita”); a Julián, el tío de Micael, que tiene un año más que él, y a la pequeña Micaela, la hija de mi amiga Leslie. Compré también kilos de manzanas relucientes para los niños que tocaran la puerta, pero no tocó nadie; el año pasado fueron máximo 7 trick-or-treaters, este año ninguno. Es un poco triste que esté desapareciendo el único día del año para vestirse de monstruo y tocar las puertas de desconocidos. Pero no importa; la fiesta la teníamos con nosotros. Es increíble cómo cuatro niños riéndose del miedo pueden convertir una casa en un parque de diversiones.




Antes de que llegaran Julián el Esqueleto, Sebastián el León, Lucía la Bruja Araña y Mateo el Constructor que no se quiso disfrazar, Micael el Mago y yo preparamos todo: los dedos comestibles –que a Julián le dan demasiados nervios pero que los demás chiquitines engulleron con apetito canibalístico–, las arañas de bizcochito y los recurseros fantasmitas de marshmallow. Frank llenó un armario polvoriento de sonidos de terror y talló una calabaza aterradora.
















Yo tenía pensado tallar con los niños las calabazas más pequeñas, contagiada por la costumbre actual de programarles todo, pero estaban demasiado felices como para quedarse alrededor de una mesa; subían disparados al cuarto de Mica, bajaban disparados a esconder caramelos en el jardín, entraban disparados a comer arañas, dedos y gusanos. Mateo venía corriendo para elucubrar conmigo cuáles eran los ingredientes necesarios para hacer una pócima maléfica. ¡Ya sé! ¡Cucarachas apestosas! ¡Vómito podrido! ¡Zapatos malolientes! ¡Alas de murciélago! ¡Moscas! ¡Uñas de pericote! ¡Manzanas venenosas!


Para quedarnos con un poco de espíritu halloweenesco, los dejo con este videíto. No se vayan a asustar.