La Era del Helio
Dibújame un cordero. Así me sonó el pedido de mi pequeño Micael de que le haga una torta de La Era del Hielo para su sétimo cumpleaños. Dada mi panzota fue una minifiesta, pero como me he comprometido a siempre hacerle una torta especial, después de tratar de convencerlo infructuosamente de que quisiera otra cosa, me tuve que embarcar en la aventura.
Supongo que el primer momento en que debí sospechar que estaba way out of my league, como dicen, es cuando pensé que era buena idea hacer los animalitos de maná, cuando nunca había hecho maná y tampoco es que sea la máxima escultora. El bizcocho no fue un problema; preparé tres para tener el volumen adecuado, y una crema chantilly con un ligero viso azulado, y a Frank se le ocurrió que quebráramos caramelos de menta para hacer bloques de hielo. Hasta ahí todo bien. Dos días antes de la fiesta decidí probar suerte con el maná. Y bueno qué les puedo decir. Me encontré con esta receta (no, no la sigan) y dos horas después de estar revolviendo y revolviendo la mezcla de leche, azúcar y yemas el asunto se convirtió en huevos revueltos en leche dulce. El día siguiente Frank me encontró una receta mejor, publicada nada menos que por un chileno que tiene hija peruana, y todo tenía más sentido: no era un litro de leche, sino una taza de leche evaporada. El maná quedó delicioso, blandito, dorado.
Así que decidí empezar por Diego, el tigre dientes de sable, que parecía no tan difícil; un triángulo para el cuerpo, una bolita para la cabeza, otras más pequeñas para los ojos, etcétera. El único problema es que el maná estaba demasiado tierno y el tigre pronto se empezó a transformar. Las zarigüeyas que estaba haciendo Micael también parecían cuestionar toda taxonomía. O más bien, me empezaron a parecer familiares, y me entró la carcajada. “Se parecen a Porco Rosso!”, le dije. “Y mi Diego qué parece?” “Una araña de peluche!”, me dijo. Eran las nueve de la noche y los dos estábamos en plena risa histérica, que es el sonido que he empezado a identificar con la torta de cumpleaños. Así que claudiqué. Hice una pelota con ‘Diego’, la subdividí en lindas, tiernas bolitas de maná, les puse una gragea plateada al centro y le dije a Mica que se acabó, que no iba a seguir intentando, que al día siguiente buscaría figuritas de plástico de la Era del Hielo y se las clavaría en la torta. “No, mami, porfis! Porfis porfis! Hay que hacerlas de maná!” Me sorprendió su perseverancia, y Frank por teléfono me escuchó la voz de desesperación y me dijo que no fuera cobarde, que le íbamos a poner más azúcar impalpable al maná para hacerlo más firme y que él las iba a hacer y que no me preocupe y que saliéramos a comer.
Así que a la mañana siguiente, después de prepararle waffles al pequeño, Frank modeló un lindo mamut
y otro bicho que se llama Sid y que yo pensé que era una tortuga y Mica una cabecita de zarigüeya, casi solo. Frank armó la torta, con una cueva y todo.
Le espolvoreamos colorante blanco nacarado, y a Mica le dimos el mejor trabajo para un niño de siete: envolver los caramelos en una tela y darle de golpes contra el suelo para quebrarlos. (Dos anotaciones sobre ese punto. 1) Los caramelos se pegan a la tela. Sacar los pedacitos toma horas. Cuál sería una mejor manera? Un buen ziploc? 2) Como los caramelos se derritieron por el calor, la torta entera terminó sabiendo a menta. No bueno.)
Mientras tanto me puse a pintar los animalitos prehistóricos. Nuevamente, sin tener idea de lo que estaba haciendo. Pensé que no habría más secreto que agarrar un pincel y mojarlo en colorante y pintar. Nada más lejos que eso. La pintura nunca se secó, y cuando finalmente colocamos los animalitos sobre la torta,
la pintura empezó a correrse por todas partes. Y todo quedó bastante, digamos, intenso. A Sid, que, como les he dicho, pensé que era una tortuga (caminando entre los montes helados???), la/lo pinté bien verde. Por suerte los ojitos que hizo Frank con masa elástica y grageas de chocolate parecían ojitos. Frank decía que Sid tiene solo un diente. Micael insistía en que sid tiene dos, así:
Pero. Mientras llegaba la hora de salir, y como hacía calor, el colorante siguió corriéndose, y por el peso de Manny (es, después de todo, un mamut), el acantilado sobre el que estaba parado empezó a separarse del resto del territorio y apareció una grieta gigante. Es que en realidad es la era del deshielo, le expliqué a Mica. Llegamos al Bembos para la fiestita (cosa que nunca pensé que escribiría en mi vida) y el cambio climático estaba causando desastres. Frank hizo arreglos de último momento
y finalmente la pusimos en su sitio, donde los niños de otras mesas entraban a mirar, sin entender nada, acostumbrados a los rectángulos de colores neón que suelen ser las tortas de cumpleaños en Bembos. Esta parecía que la hubiéramos hecho en un trip de helio.
Para Mica era la torta más linda del mundo.
Maná
6 yemas / 1 tz leche evaporada / 1 tz azúcar / 500 gr azúcar impalpable
Bate las yemas y ponlas en una ollita de fierro fundido o, mejor aún, para evitar terminar con huevos revueltos, en baño maría, junto con la leche evaporada y el azúcar, y cocínalos removiendo hasta que puedas ver el fondo de la olla. (Si no estás usando baño maría, el fuego debe ser bajo.) Una vez fría, pon la mezcla en un mesón, rodeada de azúcar impalpable (recomiendo poner poco a poco, para que tengas la contextura que quieras; menos azúcar si quieres hacer bolitas, que no necesitan ser tan firmes y son más ricas cuando quedan tiernas, más para hacer figuras). Amasa la mezcla con el azúcar hasta que puedas moldearla.
(Si alguien conoce el secreto de cómo pintar maná, me encantaría saberlo! Ya pues! Cuéntenme!)