Focaccia y los niños

Mi querida tía Gabriella D’Onofrio (la del parque con árboles de mora) tuvo una idea genial para las vacaciones de julio: me trajo a sus nietas para preparar focaccia en mi recién inaugurado taller. Les presento con mucha alegría a las protagonistas de este post: Claudia, Sofía y Gabriella, con mi estrella de siempre, Micael.

  Preparar focaccia no es difícil, pero es un proceso de varios pasos, con un par de esperas. Los niños demostraron tener stamina y mucho interés (además de unos mandilitos preciosos con su nombre. QUIERO.)

En la primera foto, Sofía está agregando levadura instantánea a la harina, y en la siguiente Micael añade sal marina. Se puede (y de hecho es preferible) usar levadura fresca, pero es más difícil de conseguir (se encuentra en el mercado El Edén, por Higuereta).

Preparamos dos focaccias: una salada y una dulce, las dos de Nigel Slater, que escribe sobre comida en The Guardian. A la dulce le añadimos un poquito de azúcar a la harina, y usamos menos sal.

A esa mezcla se le añade agua tibia, para que la levadura despierte. No debe estar demasiado caliente, porque se muere. La levadura, como les expliqué a mis atentos alumnitos, está VIVA. En la foto de arriba Claudia está probando la temperatura con el dedo.

Luego Mica añadió el agua. (Una de las cosas que me sorprendieron fue el sentido de justicia de los niños. Se repartieron las labores recontra equitativamente; nadie quería quedarse sin hacer algo en cada parte.)

 

Para diferenciar la masa dulce, Claudia le ató una cinta violeta.

 

Y ahora la parte divertida! Las chicas enharinaron la mesa, y echamos encima la mezcla base.

 

 

 

 

 

Y entonces llegó el momento fascinante, el encuentro con lo desconocido. El desconcierto del aprendizaje se ve en sus caritas cuando empiezan a amasar la masa, que al principio es híper recontra pegajosa.  

Pero una vez que le incorporamos suficiente harina, ya se podía amasar. El Mica ya tiene experiencia; Sofía y Claudia no se quedaron atrás. Agarraron la técnica en una. Unas tromes.

Empujas la masa con el talón de la mano, jalas la parte de arriba hacia ti, le das un cuarto de vuelta, repites. Hasta que sientas que la masa tiene vida propia. Les di el tip invalorable del panadero; la masa debe tener la contextura del pallar de la oreja. Se tocaban las orejitas con las manos llenas de harina, tocaban la masa, seguían amasando.

Y regresamos cada masa a su bol, después de haberlos enharinado un poco más.

Las tapamos con clingwrap y las dejamos reposar una hora en el horno entibiado y apagado. Mientras tanto, Sofía demostró tener un sentido innato de la prolijidad; me preguntó si podía limpiar, y aquí la ven con su Nonna!

Para la focaccia dulce la receta pedía zarzamoras, pero a veces no hay en el súpermercado (prueben el mercado de Surquillo No. 1). Gabriella entonces trajo fresas y aguaymantos. Temí que las fresas aguaran mucho la masa, así que usamos los aguaymantos, y así aprovechamos para darle un giro peruano a la focaccia. Mientras esperábamos, las niñas los pelaron.

Por cierto. Mi abuelo tenía en Chaclacayo un arbusto de aguaymantos de mi tamaño (yo era un poco más pequeña que ahora) del que me encantaba sacar estas frutitas, desvestirlas de sus falditas de hada, disfrutar su sabor y su textura, tan misteriosos. Solo que en esa época se llamaban capulí. En Cusco, en cambio, el capulí es un frutito pequeñito y casi negro, que sale de un árbol. Que te digan capuliñawi (ojos de capulí) es un piropazo. Pero sospecho que cuando se hablaba de las antiguas limeñas piel de capulí no se referían a esos frutitos morados oscurísimos, sino a los dorados aguaymantos (que en mi corazón siempre llamaré capulí).  

 

Sacamos los bols del horno; las masas estaban infladas y tibias. Los niños estaban fascinados con la transformación; tocaron suavemente la masa, la olieron, la conocieron.

Claudia aceitó la lata para la focaccia salada, y luego rocié un poquito de polenta sobre el aceite.

Ahí echaron la masa, ligosa e infladita.

La estiramos bien y la tapamos con clingwrap para el segundo reposo.

 

Para la dulce, omitimos la polenta. Pusimos en la masa la mitad de los aguaymantos (la mitad exacta; Claudia los contó, concentradísima). Amasamos la masa frutada; no fue fácil distribuir los aguaymantos lisos y esféricos. Recomiendo cortar en dos los que vayan a poner en la masa.

 

La estiramos lo mejor que pudimos, le pusimos la otra mitad de aguaymantos encima y la tapamos con clingwrap. Los niños subieron disparados a jugar mientras metíamos las focaccias al horno tibio (pero apagado!) para el último levado.

 

Después de unos 40 minutos, las masas estaban infladitas y deliciosas. Les hicimos huequitos con el dedo enharinado (en realidad solo cavidades, no huecos huecos). A la dulce le echamos aceite de oliva, azúcar y, para probar cómo quedaba, en una esquina esparcimos jalea de zarzamoras, frambuesas y arándanos.

A la salada le echamos aceite de oliva, montones de romero y sal rosada de Maras.

Y al horno. 

Sacamos las focaccias y rociamos más aceite de oliva sobre la masa caliente de la salada.

Como era primera vez que usábamos el horno semiindustrial del taller, por temerosos las sacamos un poquito pronto. Si las dejan un rato más, quedarán más doradas.

La focaccia con aguaymanto quedó rica! Sabrosa, y con un juego interesante de texturas, por las frutas jugosas que se rompían en la boca. La parte con jalea de bayas quedó especialmente bien. En realidad, las dos fueron un éxito.

Los pequeños panaderos las comieron felices. Y súper orgullosos.