La mora me enamora (por siempre)

Varias cosas han cambiado desde que salí por primera vez con Micael a recolectar moras por el barrio, hace dos años. Sus rulos suelen estar domesticados, ha pegado un estirón, tiene una hermanita y tres novias, varios de los lindos ranchitos miraflorinos han sido reemplazados ruidosamente por edificios (adefesios, como decía mi tío Alonso en un programa que, increíblemente, tenía en la tele cuando yo era más chiquita que Micael. Muero por verlo. Cuentan que tenía una secuencia en patines, en que él era el lobo que perseguía por el Olivar a una guapa Caperucita, también en patines. Plena era roller boogie. Volvamos al tema.).

Desde hace un tiempo estoy practicando una teoría educativa basada en la rehabilitación. Me explico. Cuando Micael se porta mal le retiro algún privilegio, claro, pero también trato de sacarlo de su propio funk haciendo algo bonito. Porque si no cómo sales de tu trip soy-un-desastre. Así que hace unos días, además de prohibirle jugar en su compu por varios días, lo saqué, canastita en mano, a cosechar moras para hacer mermelada, como cuando tenía cinco años-casi-seis. Inmediatamente le cambió la energía. Empezamos a caminar, recordando cómo fue esa salida, y recogiendo las moras que encontráramos en el camino.

Y conversamos sobre cómo los humanos antes tenían que recolectar sus propios frutos para comer, y cazarlos si querían comer carne. No era tan simple como ir al supermercado.

Así fuimos haciendo nuestro manual de supervivencia para el cazador-recolector urbano.

1.- No recojas las moras que están muy cerca de los árboles. A los perritos les encanta hacer pila en los troncos, y mora con pichi…

2.- Puedes recoger moras en la pista cerca de las veredas, pero procura no ser atropellado por un carro. (El equivalente a ser comido por un tigre, puma, oso u otro carnívoro para nuestros antepasados.)

3.- Mantén la mente abierta. Recoge todo lo comestible que encuentres, no solo lo que saliste a buscar.

(En nuestro caso, Micael pronto encontró los racimos de pimienta rosa que colgaban de los molles. Recogimos los que pudimos; yo estaba con Celeste amarrada así que entre eso y mi cercanía con el suelo no llegaba a las ramas más altas. Pero ahí los ven, rojitos, preciosos.)

4.- Antes de empezar a recoger moras u otro fruto, pon una gran hoja en el fondo de la canasta. Si pones una servilleta de papel, como hicimos nosotros, se convertirá pronto en una pulpa inservible. Además la hoja se ve linda.

5.- Al llegar a casa, lava lo que encontraste. (Hay quienes recomiendan lavar las moras en agua con sal.)

 

Y punto. No hay más reglas. Mostro, no?

Entonces, si vas a hacer mermelada, empieza por pesar tu cosecha (descubrimos sorprendidos que teníamos más de medio kilo, como 600 gramos). Ponlas en un tazón y pesa un poquito menos de azúcar. Usamos medio kilo.

Quítales los palitos a las moras. Lo mejor es arrancárselos todos, en lugar de solo pellizcar la puntita que sobresale, para que no queden en el centro. Las moras se van a disolver en el azúcar, pero los palitos no.

Premia tu esfuerzo con una que otra morita en el proceso.

Pon en la olla las moras y los otros frutos que hayas encontrado. Me inspiré en la deliciosa mermelada de molle confitado que hace Noa Gourmet. Añade el azúcar.

Cocínala. Remuévela a cada tanto.

A mitad de la cocción, Micael se inspiró y le añadió un poquito de kion en polvo. Le añadimos también el jugo de medio limón, y tiré la cáscara adentro, para que la mermelada aproveche la pectina del limón.

Cuando veas que se está poniendo melosa, empieza a hacer la prueba del platito: pon una gota en un platito, mete el platito a la refri, sácalo después de unos minutos y empuja un borde de la gota. Si se arruga, la mermelada está lista. Si se ha espesado demasiado y está hecha un caramelo, puedes añadirle un poquito de agua caliente y cocinarla con eso para soltarla un poco.

Mientras tanto, esterilizas unos frascos poniéndolos en un tazón y echándoles agua hirviendo encima (incluidas las tapas). Por mi amor por las power tools, las esterilicé con la pistola de calor con que termosellamos nuestras pociones.

Llena los frascos con la mermelada, ciérralos bien y ponlos boca abajo hasta que se enfríen. Cuando los voltees, las tapas estarán succionadas. Eso significa que están cerrados herméticamente. Así que solo será necesario refrigerar la mermelada una vez que abras el frasco.

Ponles un lindo cartelito.

Tu próximo desayuno, lo prometo, será memorable.

{Este post ha llegado a ti gracias al gentil auspicio de El Hada}

Una taza de nada, por favor

 

“La Miss dice que los budistas no creen en nada”, me dijo Micael el otro día. Ahogué mis ganas de decirle, indignada, que qué sabía la Miss sobre el budismo; en lugar de eso le pregunté en qué contexto lo había dicho, y me dije que la Miss me había regalado la ocasión perfecta para hablar un poco de esto con mi hijo.

Los budistas, le dije entonces, creemos en muchas cosas.

Creemos, para empezar, en que todo lo que pasa es consecuencia de algo, y que todo lo que pasa causará otra cosa más. Si dejas algo tirado, por ejemplo, puede que después no lo encuentres, o que alguien se tropiece, o que se rompa. Y eso no sucede porque haya algún ser sobrenatural que te va a castigar por desordenado; pasa porque es una consecuencia lógica. (Las consecuencias lógicas, debido a que vivimos en el inconmensurable universo, un sistema enormemente complejo, a veces son imperceptibles para nosotros. Lo cual no quiere decir que no existan. Pero ya que vivimos dentro de este sistema, las consecuencias de lo que hacemos volverán a nosotros. No, le repetí, como un castigo; es como cuando fastidiaste a ese perrito y te mordió, te acuerdas?)

Otra cosa que creemos los budistas es que todos estamos conectados. Los árboles, por ejemplo, qué necesitan para vivir? “La tierra. Y el agua. Y el sol”. Claro. Entonces, en cada árbol hay todo eso; hay la tierra en la que crece y de la que se alimenta, el agua que tomó por sus raíces, la luz que comió por sus hojas. Y qué pasaría si los árboles no tuvieran todo eso y se murieran? “No tendríamos aire.” Y la Tierra, además, se calentaría demasiado y nos moriríamos de calor. Por otro lado, cuando nos morimos nos convertimos en tierra, en abono para los árboles. Así que somos también árboles, y sol, y aire, y agua… Y además de estar tan relacionados con los árboles, también somos parientes de los animales, de las piedras, de las estrellas.

“De las estrellas, mami?” Sí; todo lo que está en el planeta Tierra está hecho de moléculas que son polvo de estrellas; de una gran nube que se juntó en una masa que se convirtió en el planeta y de la cual se generaron todas las formas de vida que conocemos. Así que, cuando de noche mires el cielo, recuerda que de eso estamos hechos.

Creemos también que es muy importante aprender a no estar siempre pensando en otra cosa, sino estar en el presente. Pero como eso es tan difícil, tenemos que practicar,  y eso lo hacemos meditando. “Ah! Cuando ponemos las manos así y nos sentamos mirando la pared!” Exacto.

Además, creemos que las cosas no son buenas ni malas; simplemente son. Por ejemplo. Si yo te castigo, para ti es algo malo, no? “Malísimo.” Pero en realidad lo hago para que aprendas, para que seas un niño con quien a la gente le gusta estar y que tengas una buena vida, entonces no es tan malo, no? O como tu abuelo, que se rompió el pie y tuvo que estar en cama, entonces él aprovechó para leer y ver películas y recibir visitas, cuando podría haberse estado quejando de no poder hacer esto o el otro, o de no poder montar su moto… Entonces en eso también creemos los budistas. En que es importante recordar que las cosas que pasan no son buenas ni malas. Que eso depende de cómo nosotros las ‘vestimos’. ¿Ves Mix? Los budistas creemos en un montón de cosas.

*  *  *

Claro que a lo que probablemente se refería la Miss era a que no creemos en un Dios creador. El Buda, si bien había llegado a la conclusión de que no era posible que el universo hubiera sido creado por un agente externo, anterior al tiempo y ajeno a la física, siempre evitó hablar del tema. ¿Porque no era relevante? le pregunté hace poco a mi maestra. “Porque no era relevante delimitarlo con palabras”, aclaró.

Por otro lado, en Lima hay un grupo de meditación budista zen en la parroquia San José, iniciado por un sacerdote católico alemán. El respeto que tiene el zen hacia lo que suceda en la mente/corazón de cada practicante hace que esto no sea tan extraño como suena.

Porque en mi caso, una de las cosas que más me atrajo al budismo, y al zen en particular, es que es un descanso de las demandas constantes que nos impone la sociedad que nosotros mismos hemos construido. No quiero decir con esto que no sea una práctica exigente. Pero algo en mí reposa al entrar en el dojo, donde el tiempo no se detiene sino que transcurre por sí mismo, donde hay suficiente silencio como para que resuenen las campanas tangiblemente en el aire y nuestros oídos beban sus ecos con sed, donde el antiguo texto que Dogen Zenji escribió en el siglo XIII me indica cómo colocar las piernas, las manos, los hombros, la cabeza, hasta los ojos y la lengua durante la meditación, pero nunca lo que debe suceder en mi mente/corazón, más allá de recomendarme dejar que los pensamientos se vayan, como quien no se sube al micro. Todo esto es un antídoto contra los carteles publicitarios y los dictámenes morales de la religión en que fui criada y lo que la sociedad, como un moscardón invisible, me dice que debo pensar y hacer y querer. Me da un poco de nada. Y créanme, refresca mejor.