Nos gusta subir al bosque de eucaliptos. A veces con la excusa de bajarnos una ramita para los bronquios, a veces para comer un picnic.
Con un pie de frutas cosechadas del jardín, y decoración hecha por Micael (aquí su Hombrecito Enamorado).
Es difícil el ascenso. O no tan difícil, pero cuando uno tiene ocho años puede tender a molestarse con el camino, con las espinas, en suma consigo mismo.
Nada que un té verde del Japón no pueda arreglar.
Así, hay espacio en la mente/corazón para explorar, estudiar los líquenes, buscar los hongos que aparecen después de la lluvia.
Porque el día de estas fotos habíamos decidido hacer un picnic en el bosque, y cuando empezó a llover nos encogimos de hombros, nos pusimos impermeables y subimos el cerro igual.
Por suerte, porque después salió el sol.
Bajo los eucaliptus jóvenes, algunos verde pálido y rosa, algunos de hojas plateadas, el aire huele dulce, la luz del sol se filtra como una caricia. Una tarde Frank y yo miramos hacia arriba, al cielo azul azul detrás de las hojas, y nos preguntamos por qué no vivimos todos así, cerca de un bosque. Es tanto más fácil amistarse con la vida y ponerlo todo en perspectiva cuando tienes a la mano un camino de tierra para subir y ahí, entre los árboles, ver las casas desde arriba, ver la gente que viene y va. Somos animales vestidos de colores, pienso cuando estoy ahí arriba. Por lo tanto, pertenecemos a la naturaleza. Tenemos un lugar en el mundo.
Hace como un mes fue el cierre de carnavales del mercado de Vinocanchón, en mi barrio, San Jerónimo. El jueves anterior había sido la fiesta de comadres, y el trasanterior la de compadres, por lo que esa semana el mercado estuvo poblado de figuras como esta, por la coyuntura pues.
Aquí unas imágenes del pasacalle, que terminó en el mercado y en una gran borrachera (no nuestra). Me había estado dando de latigazos por no postear esto antes, pero creo que es el momento preciso.
Con ustedes mi gran favorita.
No sé quién se supone que sea, tal vez un personaje del barrio. {Nota posterior: Mariana Alegre sospecha que es Eliane Karp. Yo también, por el contexto, pero… en serio???}
Un close up para que la admiren:
“Está tan guapa como usted” me dijo su creador, galante. “Cómo va a ser, le dije. “Está mucho mejor.” Vean si no.
Por si los personajes y los hermosísimos trajes fueran poco, la comida era deliciosa. Como por ejemplo, esta gigante chapana con miel y grageas de colores, carnavalera como ella sola.
Y este chicharrón, con su ensalada de hierba buena y cebollita, papas doradas y su mote. Mm. De rechupete.
El pasacalle, dice, empezaba a las 12. Por eso, dos horas más tarde todos estaban listos. Bien sazonados, con la cara adornada con polvos rosados, con la barriga llena y las piernas listas para llegar al mercado bailando. Sea cual sea la edad.
O la especie.
O llevando extrañas criaturas a cuestas.
Unos días después fuimos al cierre oficial del carnaval, en la Plaza de Armas de Cusco. Fue horrible. Las comparsas caminaban sin ganas hasta llegar al estrado que se había puesto en el atrio de la Catedral, donde un locutor nos estaba trepanando el cerebro con su verborrea rimbombante y acartonada. Recién ahí las comparsas se ponían a bailar para los dignatarios que tan frecuentemente afranelaba el locutor. Algunos de los asistentes, determinados a dejar claro que esto era un carnaval, no Fiestas Patrias, llenaban de espuma las caras de otros asistentes determinados. Por qué no le tiran un globo al locutor, decía Frank. No nos quedó ninguna duda de cuál pasacalle preferimos.
Que esto sirva pues como un homenaje a nuestro país (nuestro, de todos, sea cual sea el color, el apellido o la manera de ganarnos la vida). Y que avancemos bailando, juntos. Porque creo que eso es lo que nos falta.
En nuestro primer domingo cusqueño Frank y yo estábamos deambulando por la plaza Regocijo, desorientados, agotados por la mudanza del día anterior, con el cuerpo y la mente todavía sin ajustarse a las nuevas coordenadas. Estábamos a punto de volver a casa. Alguien nos dio un volante. Odio los volantes. Casi lo tiro a la basura. Hasta que lo leí con el rabillo del ojo (me encanta esa frase). El volante me invitaba a visitar un museo dedicado al cacao y al chocolate. Por qué no, dijimos. Apenas entramos a la casa colonial donde está el ChocoMuseo nos empezó a volver el alma al cuerpo. Olía a chocolate, o sea, a felicidad. Adentro conocimos a Alain Schneider y a Clara-Isabel Dias, dos franceses lindísimos que han hecho un espacio luminoso, didáctico y divertido dedicado a la fruta de los dioses. Nos tomamos un chocolate caliente y desde esa tarde somos adictos a las barras de chocolate que hacen a partir de las semillas que ellos mismos tuestan, muelen y procesan.
Una de las gracias que tiene el ChocoMuseo, además de los tours a las plantaciones de cacao, es el taller de chocolate bean-to-bar que dan. Así que esta semana le regalé a mi amado por su cumple un taller (mi compañía era parte del regalo por supuesto!)
Clara-Isabel nos habló del cultivo del cacao en torno a un árbol hecho por un artista local, y nos explicó la diferencia entre el cultivo sostenible, en el que el cacao crece bajo la sombra de otros árboles, y en el que los demás cultivos ayudan al cacao a crecer bien y al agricultor a sostenerse, y el cultivo en plantaciones exclusivamente de cacao, en el que es preciso recurrir a químicos y a la tierra le cuesta reponerse.
En Perú, la cuna del cacao, tenemos una variedad especialmente deliciosa, el cacao Chuncho, que rinde, sin embargo, la mitad que la variedad injertada. Otra joya es el cacao porcelana, de semillas blancas, que Clara Isabel tiene aquí en la mano.
Luego pusimos manos a la obra. Este taller, me había explicado antes Clara-Isabel, no es académico; la idea es que tengas la experiencia de trabajar con el cacao, y conozcas de primera mano el proceso que lo transforma en chocolate. Porque no es lo mismo; solo se puede llamar chocolate a partir del momento en que se le mezcla con azúcar.
El primer paso, entonces, es tostarlo.
Luego pelas las semillas tostadas (mis pulgares ampollados son indicio de mi vida hasta ahora citadina), y con las cáscaras puedes preparar una infusión, que te ayuda a generar leche si eres una vaca lechera como yo. Además es reconfortante y reparador.
Y créanme, necesitamos la infusión vigorizante para la siguiente parte, el molido. La idea es que la temperatura que genera la fricción derrita la mantequilla que contienen las semillas. Frank logró hacer una pasta en su mortero; yo tuve que recurrir a las máquinas.
Con la pasta recién molida puedes hacer una bebida de cacao. Clara Isabel nos llevó a través del tiempo; preparamos una bebida de cacao y ají al estilo azteca, que se espumaba pasando la mezcla de un contenedor al otro, y que más que picar, calentaba rico la garganta.
Y después otra de finales del siglo XVIII, inventada por un irlandés, al que se le ocurrió por primera vez mezclar la pasta de cacao con leche.
Porque para hacer chocolates con la pasta se necesita un mínimo de doce horas de mezclado, concado y temperado, en una máquina como esta:
Con chocolate que ya había pasado por este proceso, en el que tres piedras muelen la pasta de cacao y azúcar a la temperatura precisa, pudimos hacer nuestros propios chocolates.
Al día siguiente volvimos por nuestros chocolates, al 70% y con nuestras combinaciones caprichosas; los míos tenían almendras y anís, o nibs, café y sal de maras. Los de Frank, que los hizo diligentemente en capas, tenían cinco variantes. Y aquí los tengo en mi escritorio. Donde, lo sé, no van a estar mucho tiempo más.
ChocoMuseo: Plaza Regocijo. Calle Garcilaso, 210, segundo piso. Cusco, Peru / (+51) 084 24 47 65 Yummy@ChocoMuseo.com / peru.chocomuseo.com
Este blog nació en el 2008, cuando los medios sociales eran inexistentes y mi cámara era pésima. Estaba descubriendo la dicha de la vida amorosa y familiar, y que la cocina era una parte fundamental en la estructura de esta nueva existencia. Empecé a escribir sobre la vida y la cocina, dos caras de una moneda. En el 2010 empecé a preparar helados y con mi esposo Frank y mi tío Tarik fundamos El Hada. Al año siguiente nos mudamos a Cusco, Frank y yo y nuestros hijos (y una mejor cámara), a abrir ahí nuestra heladería. Fueron cinco años asombrosos, en los que me empecé a convertir en una persona un poco más atenta. Luego nos mudamos al Valle Sagrado. Dejamos descansar al Hada y publiqué mi primer libro de cocina, La Marmita Encantada (Grijalbo – PRH), con el primoroso diseño y fotos de Julia Bochanneck. Después de tres años en el campo volvimos a Lima. Este blog se quedó rezagado por la inmediatez de los medios sociales y el trabajo y la vida familiar. Pero ahora siento cada vez más la futilidad de compartir cada instante en el instagram. Quiero volver a mí y escribir para ustedes, para nosotros, desde la perspectiva límpida que nos ha regalado, entre tanto dolor, la pandemia.