Desde adentro: el paraíso perdido

 

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Escribir sobre lo que veo y vivo en un barrio rural de Cusco me es incómodo. Venir aquí ha sido una decisión que celebro y que no cambiaría por nada. Y sin embargo.

De alguna manera tengo la sensación de que decir cosas menos que radiantes sobre la vida en un pueblo de la Sierra es ser desagradecida. O que puede no ser muy popular entre mis amigos intelectuales. Pero creo que es importante, porque hay estereotipos que muchos manejamos desde Lima que no corresponden con la realidad, y es esencial comprender las trampas que se pone el Perú desde su mismo centro.

El Perú es un mendigo sentado sobre un banco de oro, dijo Humboldt, o Raimondi, quién sabe ya. Sea quien fuere, el viajero genio se refería a las riquezas en recursos naturales que no se estaban aprovechando. Pero ahora lo estoy viendo de otra manera. El Perú es un mendigo que no se da cuenta de que su riqueza está en el árbol bajo el que está sentado, en el aire que acaricia sus hojas, en la pureza del manante que corre a su lado, en el cielo estrellado que cuando anochece puede ver, gracias a la ausencia de millones de faroles. Como no se da cuenta, el mendigo está a punto de perderlo todo. Y cuando se rompe la calma y la tierra, cuando entra el asfalto y el concreto y la maraña de cables, no hay marcha atrás.

Escribo esto frente a mi ventana. Veo los cerros tachonados de pinos y eucaliptos (árboles relativamente jóvenes, no autóctonos, lo sé, pero qué hermosos son. Cómo contribuyen a que no se erosionen los cerros. A que el aire esté fresco y el corazón feliz). Frente a mí hay una casita de tejas, con los consabidos toritos bajo una cruz, y vidrios polarizados azules. Otras casitas más, la mayoría por suerte aún de adobe.

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Al otro lado de la carretera ya hay edificios de cuatro pisos, de ‘material noble’ y más vidrios polarizados. En mi lado de la carretera, justo frente a mi ventana, está el centro arqueológico de Sillkinchani, descubierto recientemente y que está siendo excelentemente restaurado por el INC.

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Cuando nos mudamos nos dijimos que, a diferencia de lo que está pasando al otro lado de la carretera, era poco probable que esta parte se urbanizara mal, por ser zona arqueológica y por estar tan cerca de K’ayra, la facultad de agronomía y zootecnia de la universidad San Antonio Abad, donde compramos los huevos y la leche más frescos que hayamos probado jamás. Ir caminando a K’ayra por las vías de tren es lo máximo.

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El domingo pasado nos despertamos y fuimos al pasillo del segundo piso, a mirar el jardín y sus duraznos desde la ventana. En el jardín había un tono. Unas quince personas entre hombres, esposas e hijos, tomando chela y cavando huecos. A pesar de que ya estábamos advertidos de que parte del jardín había sido ‘usurpado’ a la vía pública (en palabras de la propia dueña de la casa), y que la asociación de vecinos estaba detrás de Electrosur para que les pongan postes, y que ellos mismos iban a cavar los huecos (??!?) para que no se demoren, y que está proyectada una carretera (al lado de otra carretera, que en el otro lado tiene, surrealistamente, un par de cuadras de una carísima ‘Circunvalación’), nos quedamos helados igual. Frank lo tomó con humor; yo, tal vez por ser mujer y territorial, me sentí vulnerable, usurpada. La dueña nos pidió disculpas por la invasión, pero hoy ya hay tres gigantes postes de electricidad en la mitad del jardín.

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El día que la dueña vino a pedirnos disculpas y que les facilitáramos el trabajo a los vecinos que estaban cavando los huecos (??!?) y a los de Electrosur, que vendrían a poner los postes, nos contó que conseguir el permiso para poner postes le costó un montón de tiempo y un montón de plata, para aceitar a los que se estaban oponiendo (por ser zona arqueológica e intangible). Nos tranquilizó un poco cuando nos dijo que el proyecto de carretera no está aprobado todavía. Respiramos aliviados por un instante; no se destruiría el hermoso camino a K’ayra, el ecosistema de K’ayra en sí, la calma que aquí todavía se vive. Una carretera viene con cola: ambulantes, ruido, humo. Todo lo que hemos movido cielo y tierra para dejar atrás.

Y entonces soltó la bomba. Les quería avisar, nos dijo, que aquí detrás al lado de las ruinas van a construir pronto un complejo habitacional. El más grande del Cusco, dijo, orgullosa. Y Sedapal va a instalar agua y desagüe para toda la asociación, dijo, más feliz todavía. Les aviso por si quieren comprar un departamento.

Frank y yo nos miramos. Cómo empezar a explicarle? El agua que tiene la asociación, le dijimos, es de manante; es dulce, pura, deliciosa. Es gratis. La de Sedapal está llena de coliformes y cloro. Queremos agua de Sedapal, repitió. Y la zona intangible? Y los árboles, la calma del barrio, las ovejas y las gallinas que salen a pastar? Sillkinchani rodeado de un remedo de Limatambo? Cómo empezar a explicar que lo que se tiene aquí es único y valioso?

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La vida rural no tiene que estar reñida con la comodidad. Pero es pesadillesco que esto sea lo que los vecinos entienden por progreso. He visto el cuidado que en otros países se pone en mantener la belleza del entorno (en el pueblo de las Alpujarras, en el sur de España, las casitas blancas están todas pegadas al cerro, como una colmena; se ve simple, orgánico, bello. Y eso basta para convertirlo en destino turístico. Sin irnos más lejos, en el sur de Chile las sencillísimas casas de madera conversan con los bosques de su entorno; son un dibujo de cuento, otro destino turístico). La misma ciudad de Cusco, aun siendo patrimonio de la humanidad, está cercada por calles caóticas con miles de letreros que tapan las fachadas coloniales.

Y no es porque así sea la vida urbana. No solo es posible, sino además necesario, que la ciudad en la que uno vive sea cómoda, armoniosa, limpia. No es una frivolidad. La diferencia que esto hace en la vida de los ciudadanos es enorme. Y aún habiendo tantas ciudades que funcionan, hay gente que las deja por vivir en barrios como el que vivo. No las dejarían, de ningún modo, por vivir en un complejo habitacional al lado de dos carreteras y media.

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Hoy, delante de la casita con tejas, toritos y polarizados azules hay un gigante poste. Y me da una pena profunda lo que veo venir aquí, lo que se está propagando por todo el país. La falta de conexión del pueblo con la parte positiva de su tradición, con la armonía natural de sus viviendas, la verdadera nobleza del adobe, las tejas, los techos a dos aguas que se están dejando atrás con desprecio. Veo el paraíso quebrarse ante mis ojos.

Rocotos encurtidos y un día de sol

 

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Una de las cosas que descubrí cuando empecé a enseñarme a cocinar es que vivir en una pecera (Lima tiene, en un día normal de invierno, que dura nueve meses, alrededor de 90% de humedad) acaba con la posibilidad de hacer varias recetas. Dulces como los macarones y los divinity, hechos con claras batidas, requieren un clima seco. Y para hacer un verdadero encurtido italiano se precisa, además, un día de sol.

*

Al poco tiempo de mudarnos a Cusco salimos al jardín y volvimos con la canasta colmada de frutas y rocotos.

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Con usar todas las frutas no había problema; de eso se encargaban los niños y los pasteles.

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Pero los rocotos, si no los usábamos al toque, se ponían arrugados y tristes; perdían su turgencia crocante, sus colores vivos. Así fue que eché mano de un recetario de mi abuelo, y un domingo toda la familia puso manos a la obra.

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hermoso rocoto b

El Frank cortó los rocotos y los despepó; había también que cortarlos en tiras, pero me distraje y recién leí esa parte horas después. Así que ya saben: lavarlos, cortarlos en mitades, despeparlos y cortarlos en tiras.

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Inmediatamente, decirle a la bebita que no se coma los rocotos que han quedado.

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Poner los rocotos en una bandeja, y dejarlos secar durante medio día al sol. (Jojolete! Yo sí tengo so-ol!)

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Como, a diferencia de su servidora, ya los habrán cortado en tiras, la siguiente parte será al toque. Se pone los rocotos en una buena olla gruesa, cubriéndolos de vinagre blanco, y se añade sal, pimienta entera y laurel.

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Se llevan a ebullición, y se cocinan por solo unos tres o cuatro minutos. Nosotros los cocimos un poco más porque estos rocotos son súper poderosos. Pero no hay que sobrecocerlos; la idea es que sigan siendo crocantes y vibrantes.

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Acto seguido, se cuelan, se ponen en una bandeja y… jojolete! Se secan al sol durante la segunda mitad del día.

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Y después, simplemente se ponen en un buen frasco hermético, añadiendo ajo (conseguimos ajitos frescos, aún con su tallo, hermosos y tiernos), laurel, algunos granos de pimienta, si quieres algunas hojas de albahaca.

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Lo cubres todo con aceite de oliva.

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Y esta es la parte más difícil: esperar un par de semanas antes de comerlos. Les hemos encontrado miles de usos: en tostaditas como tentempié, sobre un queso serrano a la parrilla, o mezclado en el capchi de habas, en el locro, en el tarwi del almuerzo. Además de que es lindísimo verlos ahí en un estante de la cocina.

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Nuestro frasco ya está vacío; será motivo para otra jornada dominical en la cocina y bajo el sol.

*

Rocotos al aceite de oliva

1 k. rocotos “sanos y carnosos”, cito verbalmente.

1 l. aceite de oliva

250 ml. de vinagre blanco

hojas de laurel al gusto

dientes de ajo al gusto

pimienta en grano al gusto

hojas de albahaca (al gusto y opcional)

sal

Lavar los pimientos, cortarlos en mitades, quitar con un cuchillo filudo las pepas y las venas. Dejarlos al sol durante medio día. Poner en una olla gruesa, cubrirlos de vinagre blanco, agregar sal , pimienta en grano y laurel. Llevar a ebullición y seguir cociendo unos 3 a 5 minutos. Colar (puedes conservar el vinagre para otro uso) y dejar secar al sol durante medio día más. Verter en un frasco hermético, con otras hojas de laurel, dientes de ajo, pimienta en grano, y, si quieres, hojas de albahaca. Cúbrelo todo con aceite de oliva. Cierra bien el frasco. Déjalo reposar un par de semanas antes de comerlo. A cada tanto, fíjate si es necesario poner más aceite, para cubrir el encurtido.

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Yemas, azúcar, tiempo

 

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El año pasado, cuando El Hada era un taller sin heladería, acumulé un montón de claras. Separaba las yemas para los helados y vertía las claras en ziplocs; metódicamente, las pesaba, escribía con indeleble el peso y la fecha, y las guardaba en el gigante congelador. Por las puras albóndigas, como dice mi querida abuelastra Silvia. Nunca pude hacer mucho con ellas, al menos no lo suficiente como para usarlas todas. Al final, cuando nos vinimos a Cusco, tuve que dejarlas en Lima, pero murieron por falta de espacio en otras refris. Ahora, en el minúsculo pero atareado local de El Hada, las claras han encontrado su razón de ser en los conos frescos que preparamos cada día, en los cupcakes con merengue italiano, en los marshmallows caseros.

La semana pasada fue un locurón; hicimos un festivalito de dulces peruanos transformados en helado, y se agotaron en dos días. Tuvimos que hacer más conos a último minuto, así que me encontré con una situación inaudita, je. Por primera vez en la historia de El Hada, lo que sobró no fueron claras, sino yemas.

Pensando en qué hacer con ellas mientras estaban frescas, recordé uno de los dulces más hermosos que he probado. Fue en un viaje a Portugal, en el pueblo costero de Aveiro, hace mucho tiempo.

{Aquí iba una foto que ilustraba hace cuánto tiempo: su humilde servidora con el pelo largo y rubio, sacando la lengua y presumiendo de su flaca panza pre-hijos, en una playa fría y soleada del Atlántico. He puesto la casa de cabeza para encontrarla, sobre todo porque la he visto hace un par de semanas, y hasta se la enseñé a mi esposo, riéndome, o llorando, ya no sé: mira, así era yo antes, le dije. Ahora no se acuerda haberla visto, así que estoy dudando de mi cordura, de su memoria, sobre todo de mis habilidades de ama de casa. O sea, ya vivimos aquí hace cinco meses y sigo buscando algo todo el tiempo.}

Se llaman ovos moles, y se pueden comprar en barrilitos de madera o cerámica, o, si tienes una debilidad por lo exquisito, dentro de hostias tridimensionales en forma de pez, de caracol, de conchas. Esta foto, después de tres días de búsqueda, sí la encontré.

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Recordaba que era una especie de crema muy dulce, hecha básicamente con yemas y azúcar. Una búsqueda rápida en Internet, nuestra bienamada memoria colectiva, me dio varias recetas. Elegí una, la probé, salió perfecta. Fue un poco estresante porque estaba sola con mi Melona mientras ‘El Frank’, como dicen aquí, estaba en el jardín arreglando el carro, y mi Melona últimamente está con mamitis aguda,

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lo cual no ayuda cuando estás cocinando yemas con almíbar, que en cualquier momento se pueden convertir en unos dulcísimos huevos revueltos.ovos olla b

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Por suerte no pasó. Cuando la mezcla estaba bien espesa, como se ve arriba, los ovos moles estaban listos. El sabor y la textura eran lo que recordaba: más que una crema, una miel de yemas.

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Y cuando digo miel, no exagero. Mi pequeña Celeste agarró su cucharita, se comió un tazoncito entero y me abrazó de alegría. Mi pantalón negro y mi adorada chompita negra de cashmere terminaron siendo un desastre pegajoso.

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Les puse canela encima porque una portuguesa en su blog cuenta que así los servían en su casa desde que era chiquitita. Y la verdad que a falta de su cobertura de hostias, la canela le da un contrapunto a la dulzura extrema de los ovos moles. Frank lo probó y dijo, sabe a huevo chimbo. Así que pensé hacer un mano a mano entre los ovos moles, el huevo chimbo y algo que hace tiempo quiero hacer, el zabaglione. Pero: el huevo chimbo lleva, además de miles de yemas, huevos enteros (y una lista interminable de ingredientes que anteayer, domingo ocioso después del festivalito de dulces peruanos, no estaba dispuesta ni siquiera a juntar sobre la mesa). Y la misión es usar yemas, solo yemas.

Y eso sí se aplica a otra antigua delicia: el tocino del cielo. Este antiguo postre español usa básicamente los mismos ingredientes de los ovos moles, pero se hornea en baño maría en un molde acaramelado. Encontré algunas recetas que usan yemas y además huevos enteros, pero no me parece históricamente correcto. Porque el tocino del cielo es un subproducto de la preparación del vino (se usaba las claras para clarificarlo, según leo, y la necesidad de hacer algo con las yemas derivó en el dorado tocino del cielo). Así que he encontrado una receta que decidí en ese instante probar para ustedes (cómo me sacrifico por Hecho en Casa. Es un trabajo duro pero…).

* * *

Y aquí estaba, un par de horas más tarde. Acaramelé el molde (mi primera vez!) y preparé la mezcla: un almíbar que se añade a las yemas. Mientras preparaba el almíbar escuché un CRAC. Miré: nada se había roto. Seguí haciendo el almíbar, mientras pensaba, hace un año cada vez que me encontraba con las palabras ‘preparar un almíbar’ dejaba de leer la receta. Ahora soy la loca caramelo. Y de pronto otro CRAC interrumpió mi línea de pensamiento, y otro más. Era el caramelo en el molde que se estaba endureciendo! Genial. En fin.

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Una vez que el almíbar estaba en punto de media hebra (no tengo idea qué significa eso, pero calculé que era cuando levantas la cuchara y el almíbar se pone así)

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dejé que las burbujas se calmaran y lo vertí en las yemas batidas. Las recetas dicen que el almíbar se tiene que enfriar, o por lo menos entibiar, pero me gusta vivir peligrosamente. Lo vertí batiendo y no pasó nada malo. No hay foto de eso porque, como les dije, estaba sola con la Melona, y no tengo ocho brazos pues. Además, como dice mi héroe, David Lebovitz, no hay que abusar.

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Después lo colé sobre el molde acaramelado, y se fue al horno en baño maría. La receta no decía la temperatura, así que lo puse a 175°C. Puse el timer a 40 minutos. Mientras tanto, me puse a preparar el zabaglione. Eso fue chévere, aunque advierto a quienes quieran hacer esto en casa que se necesita unos buenos biceps y mucha paciencia.

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El procedimiento sí es distinto en este dulce italiano. En lugar de hacer un almíbar de agua y azúcar, se bate las yemas con el azúcar, se añade Marsala (usé vino manzanilla de Pacarán) y luego se bate todo en baño maría hasta que está espeso y cremoso. Consulté dos librotes: Grande Cucina Italiana y La Pentola d’Oro. El segundo recomendaba añadir a la mezcla de yemas y azúcar una pizca de maicena. “Es opcional, pero evita el peligro de que el zabaione enloquezca durante la cocción”, sentenciaba. Sobra decir que no la añadí. Ya les dije que me gusta vivir peligrosamente. Así que usé las proporciones que daba el primer libro (justo las 3 yemas que me quedaban) y el modus operandi del segundo, que era un poco más claro.

Estaba justo en la parte que exige biceps y paciencia (batir la mezcla en baño maría, así que no hay tu tía, nada de usar la batidora, a menos que exista una batidora con adminículo para baño maría, en cuyo caso la quiero ya mismo)

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cuando sonó el timer del tocino del cielo. Emocionada, abrí y moví un poco el molde para ver cómo iba la cosa. Naranjas. Estaba aguadísimo. Le di más tiempo. Salí al jardín a comer el zabaglione, que dicho sea de paso no solo no había enloquecido sino que estaba delicioso: cremoso, ligeramente esponjoso, sofisticado, de un hermoso color violeta por el robusto vino manzanilla. Y recontra, híper dulce.

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Volví al horno a mirar; necesitaba más tiempo el tocino del infierno este. Y más tiempo. Y ya la superficie se estaba oscureciendo. Por suerte se me prendió el foquito y cubrí el molde con papel platina, para que se siga cociendo sin ponerse carbón por arriba. Pero había que ver si, además de no quemarse más, se cocinaría. Iban más de una hora y media y seguía sin cuajar.

* * *

Fueron dos horas. Y el resultado ha sido tan decepcionante que ni comparto la foto con ustedes. Triste triste triste.

Ok, sí la comparto.

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Ven? Alguien me podría decir qué ha pasado? Cualquier sugerencia, comentario o carcajada burlona es bienvenida.

Por lo pronto, en este mano a mano de dulces yemescos y antiguos, va ganando el zabaglione, en textura, sabor y economía! Solo se necesita tres o cuatro yemas para la misma cantidad de dulceritas.

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Por otro lado, los ovos moles fueron los más fáciles de preparar, y se ganarán su sitio junto al zabaglione  en un honorable empate apenas pueda conseguir hostias; tal vez unos alfajorcitos de hostia con ovos moles puedan acercarse un poquito a los hermosos ovos moles con formas marinas de Aveiro.

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Donde fui hace mucho, mucho tiempo. Como decía mi Nonno, cuando era joven y bella.

Ovos Moles

1/3 tz. agua

1 1/4 tz. azúcar rubia

8 yemas

Poner las yemas en un tazón metálico. Poner el azúcar y el agua en una ollita, a fuego medio. Remover hasta que se disuelva el azúcar. Seguir cociendo hasta obtener un almíbar ‘de media hebra’. Apagar el fuego. Batir las yemas. Verter el almíbar sobre las yemas, batiendo vigorosamente. Para que el tazón no dé vueltas como loco, ponerlo sobre un secador húmedo. Regresar la mezcla a la olla. Cocinar sobre fuego medio, hasta que la mezcla esté espesa y se vea el fondo, o se separe de los bordes. Servir en pequeñísimas tacitas (es muy, muy dulce). Espolvorear, si le da la gana, con canela.

 

Zabaglione (o Zabaione, según)

3 yemas

75 gr. azúcar rubia

100 ml. Marsala, o jerez, o algún vino dulce

Batir las yemas con el azúcar en un tazón metálico, hasya obtener una mezcla inflada y pálida. Sin dejar de batir, añadir el Marsala. Poner el bol en baño maría. Seguir batiendo sobre fuego medio, sin dejar que hierva. Cuando esté espeso, servir. Comer inmediatamente! Es más rico cuando está calentito.