La picadura de la abeja




Con el tiempo me he vuelto alérgica a las picaduras de abeja. He sido picoteada decenas de veces desde niña, un efecto colateral de vivir siempre con un pie en el campo. Una vez pisé una avispa en el jardín de mi abuelo. Me puse a llorar, obviamente. Duele. Mi papi me enojó, como dicen aquí en Cusco; yo llorando por una picadurita, cuando la avispa que había pisado seguro había ido a buscar comida para sus hijos (!!) y yo la había asesinado. Me puse a llorar, obviamente, más.

Siempre me ha gustado estar, como las abejas, cerca de las flores y al borde de los estanques. Las picaduras en ese caso son inevitables, y nunca había habido consecuencias más graves que el buen humor inicial y las lágrimas después. Me ponía medio limón sobre la picadura y el veneno dulce era neutralizado.

Todo cambió hace unos años. Mi profe de guitarra me acompañó al carro llevando mi enorme guitarra en su enorme estuche, y nos quedamos un rato hablando, y otro rato más, como suele pasar cuando hay música de por medio. Detrás de nosotros había un arbusto de esas flores naranjas y amarillas hechas de muchas flores en miniatura, flores fractales de hojas oscuras y ásperas. Sentí un pinchazo, quité con cuidado el aguijón de la pobre abeja que acababa de morir en mi brazo, no me puse limón porque seguimos conversando un rato más, y manejé a mi casa. Se me hinchó el brazo como una langosta. Desde entonces camino valientemente, como quien silba en un cementerio, cada vez que cruzo los campos de flores amarillas en el camino de mi casa en las montañas al centro. No me van a picar, me digo; están demasiado ocupadas recogiendo néctar. No me pueden picar; me he vuelto demasiado alérgica. No puedo ponerme propóleo en la piel, como descubrí una vez que quedé con la cara temporalmente deformada. No puedo usar algunos cosméticos con cera de abejas; me dejan monstruosa y con las emociones destruidas.

Es raro, esto de ser un adulto. Raro y nunca pensé que tan difícil. Hace unos días fue el cumpleaños de mi marido (Mi marido!!! Soy un adulto!!!) y le preparé un pastel alemán llamado Bienenstich. Picadura de abeja. Lo que hay entre nosotros es así, doloroso, nutritivo, tan dulce que lo tenemos que dosificar. Amarillo y negro.

El día de la picadura que alteró la respuesta de mi cuerpo al veneno de abejas era también su cumpleaños. Salimos a cenar, yo con el brazo enorme y rojo y el ánimo por los suelos.

Este año le preparé la Bienenstich. El biscocho de miel lleva levadura, y el relleno es crema pastelera endulzada solo con miel de abeja. Preparé mazapán casero para hacer las abejas que vuelan sobre la torta.

La realidad terminó siendo medio peculiar. Por apresurada, en lugar de pincelar la masa en su última levada con mantequilla derretida, tiré la mantequilla sobre la masa en el horno. En lugar de quedar un domito perfecto, la mantequilla empujó la masa hacia el centro por su peso y terminó siendo una ollita. La masa no era nada dulce; era ligera y delicada como una brioche. La crema pastelera a la miel –le añadí ralladura de limón, como homenaje al antídoto ideal- habría sido feliz con unas cuantas cucharadas de azúcar rubia. Así como estaba era medio ble.

Y qué importa. Cubrí la torta con flores que me trajo mi hijo Micael del jardín; no se notaba la concavidad de la torta y las abejitas de mazapán estaban felices sobrevolando tanto color.



Le echamos miel encima a cada pedazo sobre el plato y empezó a parecer un postre. Asesinamos a mordiscos a toda la población de abejitas de mazapán que estaban recogiendo néctar para sus hijos. Al día siguiente, cuando vi que a nadie en casa le provocaba terminar la torta, le raspé la crema, metí el biscocho en un tazón con leche, azúcar y huevos, licué todo y horneé este budín de pan espontáneo y delicioso; lonche resuelto. Porque un experimento nunca sale mal. Porque si no hubiera aprendido a improvisar no sé que habría sido de mí, pero no sería lo que soy ahora, alguien que ha moldeado su vida a su gusto.




Hace un tiempo mi maestra se rió cuando le pregunté cómo hacer para que la relación de pareja esté bien cuando hay mucho estrés (estaba en plena mudanza y mi esposo y yo estábamos a punto de matarnos). “¿Qué es que una relación esté bien?”, me espetó. “No es como la película.” No es mirarse –y esta es mi interpretación libérrima de lo que me dijo ese día- todo el tiempo con ojos de carnero degollado. A veces uno cuadra al otro. A veces uno tiene que aguantar al otro. A veces no lo aguanta. Pero lo que hay que hacer siempre es seguir adelante. Seguir juntos. Eso, me dijo mi maestra, es que una relación esté bien.

Esta va para mi dulce veneno, mi adorado tormento, mi aliado perpetuo en este mundo extraño, en esta aventura asombrosa de ser adulto.