Hogar, dulce hogar



Unas horas antes le había dado la mano a Frank por primera vez. Más temprano -por la mañana- Frank había llegado a la casa de mi abuela, donde vivíamos mi hijo Micael y yo, con todo lo necesario para un clásico desayuno alemán de Adviento. Galletas de esas que pueden durar todo un invierno, con especias intensas y sabor antiguo. Stollen, el pan dulce con frutas confitadas al lado del cual nuestro panetón parece la versión de Disney de La Sirenita. Y un libro gordo y antiguo que era de su madre, en el que estaba la receta de la casita de jengibre que íbamos a hacer más tarde.

Aunque en realidad no es masa de jengibre, en sí; se llama pan de miel, y de pronto volvieron a mi mente unos pancitos dulces que tenían pegados unos papeles con figuras de ángeles y viejitos con sombreros de duende. El domingo siguiente Frank me compró estos dulces que yo ya creía haberme imaginado, y me contó que se llaman panes de San Nicolás. Pero eso fue después. Por la tarde preparamos la masa con Micael y Julián, mi hermanito; Frank me sacaba la masa de las manos con un cuchillo, mientras el esposo de mi madre pensaba que parecía que hubiéramos estado juntos toda la vida. Cuando en realidad, solo hacía unas horas que le había dado la mano por primera vez.


La foto la tomamos cuando terminamos de hacer la casita, como a las dos de la mañana, cuando ya Micael se había quedado dormido y mi pobre abuela entraba cada quince minutos a la cocina para asegurarse de que no estuviera pasando nada para adultos. No sé si era la poderosa droga que es el amor nuevo, o la euforia del agotamiento que trae hacer al pie de la letra las laboriosas recetas antiguas, pero la casa nos quedó un poco creepy. Más Halloween que Navidad. Bueno, siempre nos gustó Tim Burton.