La mora me enamora
Mis primas Bianca y Claudia vivían alrededor de un parque cerrado, lleno de árboles. Algunos perfectos para trepar, otros demasiado grandes para nosotras pero con otro tipo de atractivos; montones de moras perfectas, enormes. Así que cuando no me la pasaba aprovechando para leer su amplia colección de chistes, íbamos al parque a trepar árboles y recoger moras. Cuando regresábamos, con las manos moradas, sin aliento y felices, su mami, la linda Gabriella, nos las servía con yogurt natural, espeso. No vivo cerca de un parque de moras, pero sí en un barrio miraflorino con calles de nombres europeos y moreras que en esta época del año llenan las veredas de manchas oscuras. Así que hace un par de semanas, cuando Micael volvió del nido nos pusimos nuestros sombreros de Huancayo, cogimos una canastita y salimos a cosechar.
En el camino pensábamos en el asfalto con el que hemos forrado la tierra, y conversamos sobre el calor que debe sentir el planeta con todo el cemento que tiene encima (“No le picará?”). Pero al mismo tiempo me pareció algo así como milagroso que nuestra ciudad –gris como pocas, poco inspirada en su desarrollo urbano, con contados espacios diseñados para que uno salga a disfrutar de un lugar común– ofrezca estos regalos para quien se toma el tiempo de verlos. Alrededor de cada árbol había decenas de moras, gordas, jugosas; muchas aplastadas por zapatos apurados, otras con una proximidad innegable a la mugre, pero suficientes como para llenar una canastita y llevarlas a casa.
Es cierto que los estómagos peruanos están acostumbrados a casi cualquier cosa, pero también es cierto que estas moras no las recogimos del parque de la linda Gabriella. Así que hice una concesión a todas esas voces en mi cabeza que me decían que era un asco comer moras de la calle. Les dije firmemente que no, no era un asco, pero que bueno, no las comeríamos crudas. Después de una enérgica lavada, las pesé y las metí en la olla con azúcar rubia –un poco menos del peso de la fruta, como recomienda la nonna– y después de un par de veinte minutos de revolver y de hacer el extraño test del plato –pones un poquito de mermelada en un platito, lo metes a la refri y si después de unos minutos la mermelada se arruga si la empujas, está lista– teníamos mermelada de moras.
Un chorro de vainilla bourbon y al frasco, previamente esterilizado con agua hirviendo. El último paso es poner el frasco boca abajo para que se haga vacío –por favor, cierren BIEN la tapa antes– y esperar a que se enfríe antes de enderezarlo y ponerle una linda etiqueta.
El frasco ya está casi a la mitad y nadie se ha muerto de disentería en casa. Así que adelante, a salir a la calle. A cosechar.