Helados de invierno


La felicidad es decidirte a tocar lo que siempre te habías resignado a mirar. Hoy, en el Mercado N° 2 de Surquillo, no pude resistirme y compré estas cositas maravillosas, recontra peruanas, de colores de cuento y proporciones de juguete. Son los helados de invierno, barquillitos con marshmallow que cumplen lo que prometen: no derretirse nunca y nunca enfriarte la lengua si, como sucede la mayor parte del año, no ha salido el sol. Helados a prueba de decepciones.



Vienen también en versión sándwich de wafer. Que ya no existe, pero cuando era niña era casi tan popular como el sándwich de chocolate, con galleta. Que, por supuesto, eran mucho más ricos que los de ahora; la galleta era sólida y de un chocolate oscuro, sabroso. El helado se escurría entre las tapas. Era un reto exquisito. Estos sándwiches de helado de invierno, en cambio, nunca te mancharán la ropa.


Micael no lo podía creer.


Tal vez un día de estos me decida a probar los otros helados de invierno, que siempre me han hecho guiños desde las calles del centro. Están hechos de un merengue cremoso, amarillo patito, y los sirven, como quien juega a la comidita, en los mismos barquillitos preciosos. Pero eso de comer clara cruda de un puesto ambulante va a implicar un salto de fe. Bueno, un saltito. Pero salto al fin y al cabo. ("Aquellos que miran antes de saltar, nunca saltan", era una de las cosas que tenía escritas en la pared de mi cuarto cuando andaba buscándome desesperadamente. Por algo habrá que empezar.)

Tu canción

Hay un lugar del África donde, cuando nace un niño, la tribu compone una canción especialmente para él. Su canción. Y se la cantan en cada ocasión en que se celebra a este nuevo miembro del círculo. No conozco los detalles de los rituales y celebraciones de esa tribu, pero imagino que la cantarían en su cumpleaños, si es que esa tribu africana celebra los cumpleaños. O cuando caza su primera fiera, o le hacen las primeras marcas en la piel. Mientras el niño o la niña crecen, cada vez que es por algún motivo su día le vuelven a cantar su canción: lo siguen haciendo cuando se convierte en joven, y después en adulto.

Y cuando hace algo malo (malo para él o ella, malo para los demás) en lugar de castigarlo, de separarlo del círculo estrecho de la tribu, toda la tribu se reúne alrededor de él. Y le cantan su canción. Tejen nuevamente el puente que va de su corazón a los corazones de su tribu, de su familia extendida. Le recuerdan que cuando nació compusieron un canto especial para él, o para ella, y que el amor comunitario para esa persona especial sigue vivo, esperando con los brazos abiertos a que la chispa que se ha apagado en su corazón se vuelva a encender.

Tal vez por eso fue que hace unas semanas decidí finalmente hacer una de las muchas cosas que procrastino. Desde hace un par de años había destinado un block grandote para convertirlo en el álbum de Micael, y había pegado unas cuantas fotos en las primeras páginas. Y ahí estaba, vacío, reprochándome desde su rincón. Pero hace poco decidí que no podía nacer su hermanita sin que él tenga el registro de los primeros años de su vida. El momento fue importante, también, porque este ha sido un año complicado para él. Un año intenso, agotador, en el que sus papás no hemos entendido bien sus acciones, y probablemente él no entendía su propio malestar. Así que decidí de una vez cantarle su canción. Llenar su álbum, y recordar con él cómo fue su crecimiento en mi barriga, su nacimiento, su transformación de bebé minúsculo, que cabía en una canasta, en una risa andante con rulos y ojos traviesos.









Lo único que necesité fue goma para pegar las fotos (y cuando se acabó, UHU, que también usé para el resto de la pegadera), unas cintas de seda gruesas que tenía por allí y estrellitas rojas que tenía guardadas, con las que escribí su nombre (bueno, digamos que puedes leerlo con los ojos entrecerrados – tan abierto a la interpretación como una verdadera constelación!).





Para que el álbum contara una historia, desde el embarazo hasta los dos años y pico que han entrado en sus páginas,






qué mejor ocasión para usar la pluma con puntas antiguas y la tinta a base de baquelita que me trajo Frank de un viaje a Chile.



El asunto de escribir con pluma toma tiempo (sobre todo porque la tinta demora en secar), y los manchones, inevitables para manos inexpertas, son todo un reto. He transformado más de un manchón en estrellas.



(Tal vez sea una descripción apropiada del trabajo de un escritor.)