Cómo hacer pan




Abres ese libro que ha estado cerrado desde hace cuatro casas y dos ciudades. Relees las instrucciones para hacer levain, el impulsor de pan que es tradicional en Francia. Se hace solamente con harina y agua, temperatura y tiempo. Decides empezar de nuevo. Reconoces que no importa haberlo echado a perder hace tres casas. Coges un frasco y viertes 100 gramos de harina de trigo, de su color natural. Solo así resultará. Le añades 100 gramos de agua filtrada; te aseguras de que esté tibia, que tenga la temperatura aproximada de un pájaro con la pata rota que te has encontrado en el pasto. Mezclas con una cuchara que tiene que ser de madera, aunque no sabes si es una superstición. Cubres el frasco con una tela limpia. Te preguntas si funcionará esta vez.

A la mañana siguiente, desperdicias la mitad de la mezcla por el lavadero, añades 100 gramos de harina, suficiente agua tibia para poder remover con una cuchara de madera, cubres el frasco con una tela limpia. De noche mirarás el frasco y verás que todavía eso que está adentro no está vivo.

Te vas a la cama. Hoy serás buena y dejarás el celular en la mesa de noche, acercarás la luz y releerás ese libro que periódicamente te hace sentir tan bien. Empieza así: dos hermanos comparten un cuarto con una bebé porque el resto de la familia está en cuarentena, en otra parte de la casa. La bebé llora. El hermano mayor rebusca en su librero con una mano, con la otra carga a la bebé. El hermano menor le dice, qué haces, el biberón está en el escritorio, mamá nos dejó todo listo. Ya le di su leche, dice el hermano mayor. No tiene hambre. El hermano mayor abre un libro. ¿Vas a leerle? Pero si es solo una bebé, le dice el hermano menor. Tiene once meses, dice el mayor: "Tiene orejas. Puede escuchar." Le lee una antigua historia sobre un experto en reconocer caballos superlativos. Te quedas dormida con la luz encendida, el libro abierto a tu lado, boca abajo, exhausto.

Te despiertas con la luz que entra casi por las persianas y el canto de las cuculíes. Subes a la cocina a prepararte un café. Vuelves a desperdiciar la mitad de la masa y a alimentarla con harina y agua tibia. A remover, a tapar, a dejarla descansar. Te entregas a tu día como cada día, respirando hondo, zambulléndote.

Por la tarde -o tal vez algunos días después, mientras cada día sigues repitiendo el sortilegio: desperdiciar, alimentar, hidratar, remover- la mezcla estará burbujeante y reconocerás que te has vuelto sabia. Es decir, que has empezado a llevar en el cuerpo los errores que has observado y comprendido. Levantarás la telita y confirmarás que huele bien. A espuma de cerveza de trigo, al cuello de tu primer bebé cuando se quedaba dormido después de un día de verano. 



Y ahora no desperdiciarás la mitad; vertirás 200 gramos de la mezcla en un tazón, porque has aprendido que una vez que el impulsor está listo, puedes hacer galletas saladas para las noches con eso que antes desperdiciabas, o que regalabas a alguien que nunca lo usaría, a pesar de las instrucciones detalladas que escribías en un cartelito que atabas alrededor del cuello del frasco. Alimentas el impulsor y haces alguna otra cosa durante unas cuatro horas, hasta que esté burbujeante, vigoroso. Es julio en la capital. Afuera hace frío y adentro también. Por eso, pesas 450 gramos de harina sobre una ollita y la calientas algunos segundos, mientras la remueves, hasta que tenga la temperatura de la arena a las seis de la tarde en febrero. Viertes la harina en un tazón. En la ollita vacía echas 1 1/3 taza de agua filtrada, para que se entibie con el calor residual. La echas sobre la harina con 1 cdta de sal marina o de Maras, y lo coronas todo con 200 gramos de eso que está vivo en tu frasco y huele a todas las cosas buenas del mundo. Sabes que puedes amasar con las manos, primero en el tazón y luego sobre tu mesa, pero también sabes que no deja de ser virtuoso aceptar la ayuda de un robot, así que colocas el gancho de amasar en la batidora y bates a buena velocidad, para que el gluten se desarrolle. Cuatro minutos, un descanso de dos, cuatro minutos más. Despegas con extrema facilidad la masa del gancho de amasar (o de tu mano, en los días en que te provoca hacerlo tú misma, aunque estos días estás demasiado ansiosa y cansada como para eso) y piensas en lo lejos que has andado. Tus panes antes eran compactos, y les añadías harina hasta que fueran un balón de memory foam. Ahora le das más espacio al gluten para que se expanda; tus masas están más hidratadas y se vuelven fuertes mediante el movimiento, sin dejar de ser ligeras. Buscas el confort, en todo, por más esfuerzo que demande. Sacas la masa del tazón, la dejas caer sobre tu mesa enharinada, la recoges sobre sí misma, enharinas el tazón, la regresas hecha una especie de monstruito remotamente redondo, rebelde. La cubres con film. Te vas a hacer otra cosa un rato. Siempre hay algo que hacer y siempre hay alguien que te reclama. Así es cuando uno tiene suerte.

Cuando vuelves la masa está gigante y el film está inflado, y te sientes orgullosa como si fuera uno más de tus tres bebés que han crecido porque les has impreso eso que llevas en el pecho. Enciendes el parlante que te regaló tu hijo mayor, que ahora es más alto que tú y tiene pelo de arcoiris. Pones una lista en la plataforma digital y resulta ser, casi canción a canción, el cassette de Chopin que ponías cuando trabajabas en el diario y tu vida era tan hermosa que dolía, y tú te sacudías como un pez en cubierta cada vez que un muchacho rompía una de tus ilusiones. Te encantaba el tabaco, y a cada tanto dejabas la oficina, te acercabas a la ventanita bajo el vitral imperioso, armabas un cigarro, fumabas tranquila, sonreías cuando alguien veía en tu mano el papel delgado, el humo natural, el filtro que habías puesto con tus propias manos, y pensaba lo peor. Tenías una cigarrera de lata y a veces venía una reportera o un fotógrafo para conversar y fumar a tu lado, mientras se resquebrajaba la dictadura sin nombre, bajo periódicos rumores de despidos masivos ("reducción de personal", era el término que nadie podía nombrar sin un temblor. Veían entrar a sus colegas a la oficina de un extraño mandamás, salir con los ojos rojos, la espina dorsal quebrada. Respiraban con alivio si se habían salvado esta vez). Regresabas a la oficina a seguir cuidando con fervor las palabras ajenas, a escuchar Chopin y Billy Bragg con la tribu de excéntricos tímidos pero orgullosos que amaban eso que hacían, con los que sostenías discusiones acaloradas sobre gerundios y subordinadas y Eguren y Durrell y Varela y Melville y González Prada y Lee Masters. Si tu turno terminaba temprano, tal vez ibas a la Filmoteca de Lima, a ver lo que sea. Siempre había con quién ir, y si no, no importaba para nada.

Mueles café. Hace tiempo no hay Filmoteca, tampoco hay nada más, hace un año y medio que la pandemia desintegró el espacio común. Te preguntas por qué últimamente te sientes como cuando tu día a día estaba bajo la sombra de la tiranía y sentías que lo hacías todo mal siempre, si no, por qué el muchacho, o el otro muchacho, rompía una y otra vez alguna de tus ilusiones. Si no, por qué ese accidente una mañana al lado del mar, camino a dictar prácticas de Literatura en la universidad. Si no, por qué nunca encontrabas tus documentos antes de salir al aeropuerto. Si no, por qué no pasaba la comida por tu garganta y estabas delgada como una rama de eucalipto joven, con un mechón de pelo de plata, tan delgada que temblabas cada vez que tomabas un espresso después de almuerzo en el Adriático. Calientas una taza de leche, precalientas una taza grande. Mientras se hace el café en la moka, echas la leche en la taza y te pones un pequeño batidor entre las dos manos. Llevas una palma atrás y otra adelante, rápido, rápido, como los maya cuando preparaban chocolate, hasta que la leche es una nube, la espuma de una ola en marea alta. Apagas la moka, viertes el café por toda la circunferencia, un eclipse. Lo bebes, bien caliente, para que llegue hasta tu corazón. Estos días te sientes igual que en ese tiempo extraño, pero no eres la misma. No solo ya no tiemblas cuando tomas café; además puedes prepararte un café au lait en tu cocina mientras te alistas para darle forma a tu pan, ese que ha crecido como tus bebés. 



Aplastas la masa, despacio, un puñetazo en cámara lenta, con amor. La masa tiene burbujas enormes, es elástica y suave, no como los panes que hacías hace cuatro casas: robustos, elásticos, ricos, por cierto, pero parapetados en sí mismos, en su propia forma; este se amolda a la superficie, y sabes que no debes manipularlo mucho en este momento del proceso, solo darle forma delicadamente, guiarlo hacia su plenitud. Partes la masa en dos, pliegas cada parte sobre sí misma, la coges entre las manos y la giras, pellizcando la base con el canto de las palmas de la mano, formando así una esfera blanda como un globo de agua, que colocas boca abajo sobre una tela cubierta en harina, dentro de uno de los pequeños tazones de cerámica engobada, crema y verde, que compraste en Cusco, cuando ya eras reportera y te fuiste de vacaciones en tu último año en el diario y decidiste que sería tu último año en el diario. Tu esposo se está duchando después de un largo día, para recibirte oliendo a prado. Lavas el tazón, la ollita, el batidor de mano, la taza vacía. Te permites usar agua tibia para lavar, porque el futuro se abre como las fauces de un ogro, o tal vez sea solo nuestra imaginación colectiva. 


La espuma del lavavajillas lo limpia todo y tú piensas en toda la gente que has perdido, y que aunque puedan tal vez compartir otra vez una mesa hay cosas que sabes de ellos y que habrías preferido nunca saber. Por ejemplo, hasta qué punto podrían llegar con tal de tener siempre alguien que lave sus platos.* En ese tiempo enrollabas un tabaco con filtro, uno para ti, otro para algún colega, y hablaban de lo que estaba pasando a pocas cuadras del diario, y unos distritos más allá también, y la democracia era la antorcha que protegíamos todos cada día, una luz que nunca se debe apagar. No era necesario ponernos la palabra en la boca, todos sabíamos lo que estaba pasando. Hoy tú -y, estás segura, tus antiguos colegas también- ves con espanto cómo hay un grupo que ha retorcido el significado de esta palabra, la ha hecho hacer contorsiones hasta que ha terminado envolviendo a su significado opuesto. Una vieja táctica, lo sabes, pero no dejas de sentir un nudo en la garganta cuando la mal usan frente a ti, en vivo y en directo, personas con las que has crecido.
 



Por eso no sientes mucho hambre, pero igual haces pan todos los días, casi todos los días. Afuera el mundo parece desbarrancarse en cámara lenta. Se salva del abismo una y otra vez, solo para que aparezca otro abismo un poquito más allá. Haces pan, cocinas frutas en azúcar para que duren para siempre, o más que una ilusión tuya en manos de un muchacho a finales de los años '90. Prendes el horno, tienes ropa que doblar pero sientes una urgencia y en tiempos como estos les haces caso a estas urgencias. Por eso, mientras se calienta el horno -al máximo, porque eso es otra cosa que has aprendido- coges tu guitarra, buscas la letra de esa canción que hoy te da vueltas en la cabeza, y mientras la cantas por primera vez tu voz se parte en dos porque nunca habías escuchado la letra con atención y resulta que esa canción antigua es tu vida entera.



Sacas la lata caliente del horno. Volteas con cuidado y determinación los panes sobre la lata. Dibujas volutas sobre la superficie con una navaja de afeitar que tu esposo ha montado sobre un mango que ha hecho para ti. Los llevas al horno y esperas 35 minutos, mientras ven algo y comen las galletas que hiciste con el impulsor que en otro tiempo habrías botado o regalado a alguien que no habría sabido qué hacer con él. Sacas el pan del horno. Está listo (tocas la base y suena como cuando tocas la puerta de tu mejor amigo) pero sabes que todavía no es momento. Está caliente, está inmaduro, hay que darle tiempo. Cuando la superficie esté fría habrá terminado de cocinarse por dentro, habrá tomado cuerpo. Estará bien.
 


Epílogo

Tu frasco de levain es infinito. Cuando saques la cantidad de impulsor que necesitarás para hacer pan, aliméntalo con 100 g de harina y el agua necesaria. Si no lo vas a usar en algunos días, tápalo y guárdalo en la refri. Puede durar ahí montones de montones de tiempo. Cuando quieras hacer pan otra vez, sácalo de la refri para que llegue a temperatura ambiente, antes de dividirlo y alimentarlo nuevamente. Si vas a hacer pan todos los días, no es necesario que lo guardes en la refri. Es un buen hábito, hacer pan todos los días. 

* Esto fue escrito antes de los sucesos del 29 de julio. Sé que ahora muchos quieren distorsionar la historia, y así justificar sus acciones, pero los horrores de un lado no anulan los del otro. La democracia solo se puede defender con medidas democráticas. Qui potest capere capiat. 


Bibliografía


Linda Collister y Anthony Blake. Elaboración artesanal del pan. Barcelona: Blume, 2001. P. 49 ("Impulsor de masa ácida de fermentación natural) y pp. 104 y 105 ("Pan completo de Patrick LePort").
{gracias a Micaela Velaochaga y Fernando Urquiaga por regalarme este libro por mi cumpleaños, hace cuatro casas}

"Sourdough or Levain? Debunking the Myths and Mysteries of Harnessing Wild Yeast". En: Ethan Becker, Irma S. Rombauer, Marion Rombauer Becker y John Becker. Joy of Cooking. Recuperado el 25 de julio de 2021 en https://www.simonandschuster.com/p/joy-of-cooking-sourdough-or-levain

"Sourdough crackers". En el sitio web de King Arthur. Recuperado el 25 de julio de 2021 de https://www.kingarthurbaking.com/recipes/sourdough-crackers-recipe  

Salinger, J.D. Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour, an Introduction. Boston: Little, Brown and Company, 1991 (1963).

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