Crónicas de una mujer afortunada (o: la mermelada de papaya)


Existen menos dinosaurios que antes. Menos dinosaurios clasificados, es decir. Se redujeron a la mitad gracias a la epifanía del paleontólogo Jack Horner, quien tuvo la presencia mental para concluir que, por ejemplo, los dinosaurios con cabeza grande, cuerpo pequeño y púas en la espalda y los dinosaurios de cabeza mediana, cuerpo grande y púas en la espalda no eran dos variedades distintas: eran el dinosaurio niño y el dinosaurio adulto de la misma especie.

Parece lógico y obvio, y sin embargo. Aceptar que las cosas pueden ser distintas a como uno creía requiere no solo de epifanías, sino de coraje. A veces, de humildad. A veces, de todo lo contrario. A veces resulta imposible, como le sucedió al investigador que quería demostrar que una dieta baja en grasas conduciría a menos problemas cardíacos. Cuando un estudio de cinco años en miles de personas de distintas instituciones de Minesotta demostró lo contrario, él, en lugar de enarbolar con orgullo este descubrimiento, asumió que había llevado el experimento de forma errónea. Guardó los resultados en el ático de un amigo, donde fueron encontrados años después. Era demasiado modesto, explica su hijo, un cardiólogo, como para entender que podría estar descubriendo algo que iba en contra de la premisa. En consecuencia, hasta hoy la mayoría cree que la mantequilla y demás grasas de origen animal son terribles. Y empezó la debacle del fat-free, de los productos industriales que para compensar añadían azúcar invertida a pastos y emulsionantes artificiales. Así de difícil puede ser aceptar lo que uno ve con sus propios ojos. Y lo que uno ve puede a veces ser algo tan crudo como las estadísticas o las fotos de gente durmiendo en la calle al lado de preciados balones de oxígeno, como dormía mi bisabuelo de niño sobre los rollos de telas en el puerto del Callao.

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Acaba de pasar un pregonero debajo del balcón. "¡Humitaaaas! ¡Humitaaaaas!" Es domingo, el primer día de la segunda cuarentena, y Lima hoy se siente distinta. Busco monedas para comprarle, no encuentro. Recuerdo que, además, ya son más de las seis y nadie debería a esta hora estar fuera de casa. Ruego que pase cantando debajo del balcón otro día, un día que tenga efectivo, porque su voz es hermosa. Espero que la voz le alcance, que llegue a casa con la garganta sana, con los bolsillos llenos, con la alforja vacía.

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Ayer celebramos el octavo cumpleaños de mi hijo, el último día antes de la cuarentena. Tres niños más, una manta por familia, mascarillas y distancia, la comida empacadita de cada uno en cajitas que mi primogénito disfrazó de maletitas. Previa desinfección de los snacks con alcohol y con protocolos de higiene nivel restaurante.












Una amiga llevó juegos coloridos y distanciados, y los niños jugaron a lanzar aviones. Fue una fiesta de cumpleaños deliciosa, relajada, feliz. Al terminar, mientras doblábamos las mantas y recogíamos papeles de regalo, pasó un chico y cantó "Flaca" para nosotros. Todos bailamos y cantamos con él, como si no hubiera mañana. Le dimos la moneda más grande que teníamos.







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Aceptar la realidad es difícil, tan difícil que durante mucho tiempo hubo decenas de dinosaurios inventados y que la gente sigue privándose de comer rico y sano. Tan difícil que muchos prefieren negar que a cada tanto pedazos de proteína que ni siquiera tienen -técnicamente- vida saltan de animales a humanos y ponen a nuestra especie de rodillas. Que, además de los virus, están las bacterias, organismos tan pequeños que no los pueden ver nuestros ojos, y que algunas de ellas aniquilaron a millones de personas, antes de que humanos atentos tuvieron la entereza de comprender lo que estaba pasando. Por eso a algunas personas les cuesta creer que no ha sido un plan malévolo de personas malignas lo que ha puesto de cabeza nuestra vida cotidiana y provoca tragedias en cada hogar donde esta enfermedad acaba mal. La vida ocurre, con sus mecanismos implacables. No es nada personal. 

En tiempos como estos, por lo tanto, es importante poner la energía en lo que está en nuestras manos. En mantener nuestros aerosoles lejos del prójimo y en mantener alta la moral. En tenernos paciencia. Cuidarnos unos a otros. Valorar lo que tenemos, apoyar con lo que podemos. Agradecer el precioso don de la vida.

Sé lo difícil que es cambiar de opinión, aceptar que puede ser el momento de dejar de lado la historia que nos contamos frente a nuevas evidencias. Lo sé porque a mí me costó mucho tiempo y esfuerzo. Yo, amigos, he sido una radical. Estaba convencida de que el único parto válido es el natural, que la fecha de nacimiento determinaba el futuro y la forma de ser, que la lactancia es la única vía de la madre verdadera, que el azúcar era tan peligrosa como la heroína, que los antibióticos eran prácticamente veneno, que las vacunas eran un concepto absurdo. Cómo ha cambiado esta pelona.

Cuando una vez y otra me encontraba con información que contradecía estas historias, intentaba ignorarlas. Buscaba adrede argumentos que validaran mi narrativa. Escribía sobre estas teorías, proselitizaba sobre ellas, hasta me entrevistaron en la tele y repetí los argumentos como borrego. Me asombra y me apena, pero por otro lado, ver mi propio camino me ayuda a tener paciencia con los caminos de los demás. "Todos caminamos en la misma dirección", dijo una vez mi maestra, señalando a quienes, como parte de la meditación, caminábamos, muy lentamente y en silencio, alrededor de un cuadrado imaginario, algunos hacia la derecha, otros hacia la izquierda, todos siguiendo la misma fila que giraba 90 grados en cada esquina. "Es solo que cada persona está en su propio punto del camino." 

Si comprendí más temprano que tarde algunas cosas se debe tal vez a que mi mente siempre ha sido inquisitiva, y la verdad horadó, poco a poco, las paredes que me mantenían alejada de las hermosas leyes de la física, de la naturaleza indiferente e implacable de la vida. Da pánico dejar de lado las paredes. Se siente como un salto al vacío, se siente el aire helado del mundo exterior. Se siente, inmediatamente después, el aire fresco del mundo exterior. Dulce como la sombra de un árbol.

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Llegarán las vacunas a nuestros brazos y venceremos a este pedazo de proteína. Han muerto cien mil personas en nuestro país, y hasta entonces morirán más; cada noche rezaremos, algunos a divinidades, otros al universo, que la muerte no toque hoy a nuestras puertas. El ahondamiento del sufrimiento económico y emocional de tantas familias continuará por un tiempo. Sin embargo, las fibras de nuestra sociedad están brillando de una manera insospechada. Hay los retrógradas de siempre, pero por primera vez veo que ha surgido una sólida consciencia de que apoyarnos unos a otros es la única manera de estar bien. 

Mientras tanto, la vida sigue, en esto que no llamaría un simulacro, sino una extraña versión de nuestra existencia prepandémica. El otro día tuve mi primer fotoshoot por Zoom. Me llamaron de Vogue Latinoamérica y México, donde tengo el honor de escribir desde hace más de 15 años (y digo honor porque el equipo que la integra tiene bien claro que nuestra tierra y nuestra gente tiene la dignidad de su propia belleza). Quisieron tomarme unas fotos para un artículo sobre latinoamericanos creativos, y después de mi consabida sorpresa de que me vieran así, les dije que por supuesto, y pusimos manos a la obra. Con KD Castaneda, la talentosa fotógrafa mexicana, coordinamos locaciones y atuendos por chat: los rincones de mi casa, mis piezas de otros tiempos. Limpiamos la casa a fondo y finalmente tuve la motivación que necesitaba para deshacerme de las montañas de papeles sobre mi escritorio, del bric-a-brac que se había acumulado durante meses de pandemia en la mesita verde.







Llegó el día de la sesión de fotos y no fue fácil: ella desde Colombia, yo desde Perú, intentamos hacer fotos memorables a pesar de la mala señal y de que mi esposo tuviera que ser sus manos. Era como estar debajo de la superficie de una laguna turbia, intentando comunicarte por señas, mientras la corriente te empuja a un lado y otro. Y sin embargo, KD obtuvo imágenes hermosas. Terminó la sesión y me quedé todo el día como un poco triste. Entendí finalmente lo que nos ha hecho este virus. Mi hija se encuentra con sus amigas en mundos que solo existen en sus computadoras. Mi hijo intenta estudiar producción musical a distancia. Antes de esta cuarentena, mi pequeño veía a dos niños una vez por semana, a distancia, en un parque, en clases de hacer amigos. Hicimos fotos a través de una videollamada. Qué rayos. 






Hace muchos meses, cuando había terminado la primera cuarentena estricta, nos encontramos en la calle con una amiga y su hija para ir al parque, una visita al aire libre. Mientras caminábamos, su hija le dijo a la mía: "Cuando acabe la pandemia, ¿quieres venir ir a la casa de mis abuelos en el campo?" Tuve que parar en seco, doblada en dos entre la risa y el llanto. "Cuando acabe la pandemia", dijo la niña. 

La ficción postapocalíptica implica siempre eso: lo trágico ya asumido como normalidad. Por ejemplo, gente haciendo su vida del día a día con mascarilla: la chica paseando a su perro, el papá enseñándole a su hija a montar bicicleta, la manicurista detrás de una plancha de acrílico. Músicos intentando desesperadamente compartir la magia en sus dedos y su corazón desde su teléfono, intentando ganarse el pan con su oficio a pesar de todo. Cintas amarillas de peligro en la bodega y en la farmacia, medio metro antes del mostrador. Mis hijos llegan de la calle y, en automático, pisan el pediluvio, se quitan los zapatos, se ponen gel en las manos, se quitan la mascarilla, me preguntan si quiero que me rocíen con alcohol.   

A veces el antídoto es separar un buen pedazo de la tarde para preparar algo especial para la cena. Una tarta crocante de manzanas, una mazamorrita o un budín, algo que los haga exclamar de felicidad cuando subo la fuente a la salita de estar. A veces no hay el tiempo ni la energía. Entonces recurro a un frasco de mermelada hecha en casa, distribuyo un buen yogurt natural en vasos y lo corono con un cerrito de estas maravillas hechas de frutas. 


Estos tiempos me han regresado a comprar bien, a productores o a intermediarios que adoran los frutos de la tierra y valoran a quienes la trabajan. Gracias a esto tengo siempre en casa insumos que inspiran. Una de mis aficiones en estos tiempos extraños es pesar una papaya roja, abrirla, rasparle las pepas, pelarla y licuarla. Ponerla en una olla con el 60% de su peso en azúcar rubia, ralladura de limón y luego el zumo, una vaina de vainilla (de las que ya usé y tengo reposando en aguardiente), y cocinarla, removiendo a cada tanto, retirando la espuma con un coladorcito, hasta que se ha convertido en una jalea de color granate. Tengo a la mano un par de frascos bien limpios y secos. Los lleno con la mermelada recién hecha, bien caliente, usando una jarrita para no quemarme. Enrosco bien fuerte la tapa y, cogiendo los frascos con un secador, los pongo de cabeza. Así se quedan hasta que están fríos; al girarlos confirmo que la tapa se ha hundido y que el sello es ahora hermético. 

La papaya ni siquiera me gusta, pero el azúcar y el calor la transforman en una conserva mágica. Además de ponerla sobre el pan caliente, la avena, la sémola, el yogurt, añado una buena cucharada a media mañana sobre las bananitas cortadas del pequeño para evitar que se convierta en gremlin y tire todos sus juguetes por el balcón. Tiempos extraordinarios requieren medidas extraordinarias. 




{ Las fotos son mías, excepto el retrato frente al espejo que me hizo mi amado Frank Cebreros. }

Quienes, como yo, tenemos la fortuna de tener casa, comida, vitaminas, podemos ayudar. Hay gente ejemplar que se ha organizado para que no seamos unos cuantos quienes podemos tener una cuarentena digna. Donemos a Manos a la Olla o a Ollas Contra el Hambre, que se están encargando de que nuestros hermanos humanos tengan, al menos, algo en el estómago. Sin comida no hay salud.

Desde que empezó la primera cuarentena, y gracias a buenos datos y buena suerte, me hice de una lista de confiables proveedores de productos de buena calidad. Aquí les paso a los limeños mi lista de salvadores, para que no tengan que salir de casa, y para apoyar a quienes hacen las cosas bien. La iré actualizando.



La Cesta (productos de Oxapampa. Soy fan): 958228069

Magia Piura (porque el chocolate aleja a los dementores): 946893933

De Ica a tu Casa (tejas exquisitas y demás dulces tradicionales): 956496157

Peppar Pattis (repostería sueca, cosa seria para darse una pausa): 987563568

Dodo Market (productos de Japón, Korea y China. Tienen min paos y dumplings de primera)

Nueces & Chocolate (frutos secos, y cositas para picotear, a granel): 919012004

La Bodeguita (lácteos, frutas y verduras, harinas, aceite de oliva, pancitos...): 988596533


Luci (frutas y verduras seleccionadas, del Mercado de Surquillo): 965893087

Erika (frutas secas, del Mercado de Surquillo): 974789618

La Colpa (pura mantequilla de Cajamarca): 993333704

Arte Quesos (mozzarella y demás lácteos tiernos)







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