Pescadores y Conchitas de Primavera

 

Iba a escribir esto hace más de una semana, un domingo. Me sentí cansada; el domingo que viene lo hago, me dije, pensando que el domingo siguiente sería igual, que la historia que contaría sería igual.

Nunca nada será igual.

Mis compatriotas saben de qué estoy hablando. Para los que están afuera: el lunes 9 de noviembre, al caer la noche, unas personas a quienes nada les importa salvo su codicia tomaron de rehén al país. 

Nuestro país golpeado por el virus fue golpeado nuevamente, en el suelo, por puños humanos. 

El día siguiente un muchacho le dio expresión física a ese dolor y le dio un puñetazo a uno de los congresistas golpistas frente a las cámaras. Hablé esa tarde con uno de mis hermanos de corazón sobre la foto que circulaba de ese instante. Me dijo, esa foto somos todos nosotros: somos el muchacho, el congresista, la mandíbula amoratada, el puño herido, las cámaras, los espectadores en sus casas.

Esa noche conversé con una amiga que fue mi colega en los '90, cuando éramos periodistas y trabajábamos en el Centro de Lima. Ya sabíamos bien lo que vendría. Represión policial, control de medios, frustración. Hay una marcha, pero, le dije, ¿servirá de algo marchar?

Dos noches después mi hijo mayor estaba revisando que tuviera todo lo necesario: el DNI, el celular cargado, doble mascarilla, cartel con frases escritas adelante y atrás. Antes de salir a marchar se escribió mi teléfono en el antebrazo con indeleble. Por si me desmayo, dijo, pero no era eso lo que yo temía.

Esa noche los hospitales se llenaron de los primeros heridos. Uno en estado crítico, herido por perdigones disparados desde una escopeta por un policía.

El día de la segunda marcha, mientras mi hijo se alistaba para marchar nuevamente, yo pensaba, esta noche alguien va a morir. Era de esperarse: hacerse del poder a través de un gobierno de facto es un acto violento. La violencia de los primeros días no haría sino aumentar.

Desde el día siguiente al golpe parlamentario, cada noche a las 8 mi hija y yo salíamos con los vecinos a golpear cacerolas con cucharas. La noche del sábado 14 de noviembre no fue distinto. Mi hijo volvió al anochecer. A eso de las 10, con todos en casa, llegó la noticia del primer chico asesinado. A las 10:30 agarré lo que tenía a la mano: un azafate y una cuchara de metal, y salimos al balcón a gritar nuestro dolor. La ciudad entera gritaba su dolor. Era el estruendo de un animal herido, pero, lo vi por primera vez con claridad, de un animal que había encontrado su fuerza. Poco después llegaron las noticias del segundo chico asesinado. En el celular veía imágenes de algo que solo podía ser calificado de batalla, si no fuera porque uno de los bandos no estaba armado más que con cartulinas escritas, láminas de hojalata, carteles y un cuadro como escudo, banderas del Perú. Los policías, en cambio, herían y herían. Uno a uno, los ministros de facto renunciaban. Como a la medianoche salimos nuevamente al balcón: el sonido de las cacerolas rugía nuevamente desde todas las ventanas, mientras una marcha pequeña, pero que se hacía oír, papás y mamás con sus niños, anunciaba que algo en nosotros había cambiado. En efecto: por primera vez desde que recuerdo, alguien escribió en las redes: "Digamos sus nombres. Inti Sotelo y Bryan Pintado." Eran apenas mayores que mi hijo. 

En ese momento me di cuenta de que había la posibilidad de que nos salváramos: no por sus muertes, sino porque ahora sabemos que sus nombres merecen ser nombrados, que sus muertes son inaceptables. A las 3 de la mañana fuimos a dormir un rato, con la consciencia de que había ocurrido algo tan terrible que nunca seríamos los mismos.

A lo largo de mi vida hemos vivido en Perú muchas crisis como esta, pero ninguna ha resultado como esta. Nos hemos transformado, y ha sido doloroso. El precio pagado ha sido demasiado alto. Pero el puñado de personas que secuestró el país ha sido vencido -por ahora, por ahora- y sospecho que nuestras almas también. Antes, el clasismo y racismo en nuestro país habría hecho que los nombres de Inti y Bryan no hubieran sido nunca tallados en nuestro corazón colectivo. Hoy los parques en todo el país llevan velas y flores y lágrimas en su nombre. Hay colectas para ayudar a los heridos, asociaciones de derechos humanos y abogados trabajando ad honorem y unos pocos valiosos congresistas que recorrían comisarías buscando a los detenidos y desaparecidos, y grupos de psicólogos que ofrecen auxilio a los cientos de personas con estrés post-traumático, para quienes nunca ir a una protesta por la democracia debió convertirse en una guerra. 

A qué va todo esto, y qué tiene que ver con este espacio, con estas fotos de playa. Tiene que ver, ténganme paciencia.



La tarde del sábado 14 mi padre me mandó videos desde el Parque Kennedy, en Miraflores, de los jóvenes con sus carteles y sus banderas y sus cornetas y sus cantos. Hace unos días, cuando lo llamé regresando de hacer duelo frente al retablo en ese parque, me dijo que ese día mientras veía a los jóvenes marchar (30, 40 minutos de jóvenes pasando en camino al Centro de Lima), sus lágrimas no paraban de correr porque sabía lo que les esperaba.

Este post iba a ser sobre el día en que mi papi nos llevó a dar una vuelta y el corazón nos llevó a la playa Pescadores. 




Mi papi le compró un cubo y palas para hacer castillos de arena a una señora, por ayudarla. No sospechaba que mi pequeño iba a ser tan feliz con el regalo.


Les enseñó a los niños a hacer 'caquita' con arena mojada, un clásico de una infancia al lado de este mar.


Compramos barquillos y mis hijos se mojaron hasta la cintura porque los sorprendieron las olas y fue espléndido.

Mirábamos a la gente bañarse, jugar felices en la arena. Por qué no vengo siempre a meterme al mar, se preguntaba en voz alta mi papá. Mientras tanto yo pensaba que las divisiones sociales en nuestro país son una porquería en todo sentido, para todos. Que ir solo a playas privadas le priva a eso que llaman la clase alta de felicidades simples e importantes. Antes de ser madre hubo una época en que bajaba todos los días de sol caminando a la playa, "Abajo", envuelta en un pareo, sin nada en las manos, a meterme al mar, e imagino que eso sorprendía sobremanera a algunos de mis familiares y ni qué decir de lo que habrían pensado muchas de mis antiguas compañeras de colegio. 

Ese día en Pescadores supe que no necesito de ninguna membresía a un club. Lo único que necesito son mis pies y una tela para poner encima de la arena en las playas que son de todos.




Cuando me mudé a Lima pensaba que cocinaría pescado varias veces por semana. Pero pasaba una semana y la siguiente y no lo hacía, y puedo explicar por qué.

Pasaba todos los veranos, como conté en el post anterior, en un balneario llamado Ancón, y mi experiencia en él fue bien particular en relación a cómo se vivía ese balneario para la mayoría de quienes veraneaban ahí. Es decir: el tipo de personas que se subía a sus lanchas como los pavorreales expanden sus colas, que detestaban que personas con piel morena natural fueran a las playas frente a sus edificios a disfrutar de un día de mar. 

Mi Nonno era distinto, en tantas maneras. Él francamente no entendía que alguien pudiera siquiera pensar en restringir el acceso al balneario a quienes no fueran residentes. "La ley dice que el acceso a las playas debe ser libre siempre", insistía. "Si les molesta que venga tanta gente, que inviertan en habilitar Conchitas" (la playa de al lado) "para que haya más playa para todos". Mi Nonno se subía de madrugada a su yate, el más pequeño de Ancón, con su fiel mano derecha, Florencio, y a veces mi padre o alguno de sus sobrinos, a recoger las redes que habían echado el día anterior. Más tarde, a media mañana, la hora apropiada para una ociosa como yo, me recogía del muelle, salíamos a navegar y al volver, si la pesca de ese día había sido pobre o nula, o si simplemente no incluía algo que había programado para el menú del día, al desembarcar pasábamos por el muelle de pescadores antes de subir al departamento. 

Solo entonces, con pescado fresquito recién salido del mar, se podía empezar a cocinar.

Entienden entonces que no me haya generado ningún entusiasmo comprar pescado en el supermercado. Ni siquiera en el lindo Mercado de Surquillo se me despertaba ese apetito marino particular que se cultivó en mí al lado del mar, entre mesas de cebiche al paso y mesas colmadas de la pesca del día: percebes, pejesapos, choros con barbas y las redes que eran tejidas y reparadas, nubes verdes en las que se recogería el almuerzo del día siguiente.

 


Ese día en que por un impulso inconsciente terminamos en la playa Pescadores estábamos acudiendo a ese llamado. Cuando empezó a llegar más gente a la playa y decidimos irnos por esto del Covid, caminamos al lado de los pelícanos enormes y dimos la vuelta para entrar al terminal de pesca.


Ahora estamos hablando.
Ahora estamos hablando. El puesto Clarita, que además hace delivery. Atienden en el 997843161.


Volvimos a casa y metí a los niños a la tina, la ropa con agua de mar a la lavadora, los filetes de pescado y los pejerreyes al congelador, y finalmente empecé a sentir que nuevamente vivía al lado del mar.



Frank limpió las conchitas e hizo caso a mi capricho del día. No quiero conchitas a la parmesana, le dije. Quiero algo cítrico y dulce y picante. Como siempre, me escuchó y compuso algo específico para mí. Él es, entre otras cosas, productor musical, y dice, "Yo puedo trabajar con un músico profesional o amateur, a mí eso no me interesa: lo que sí necesito es que sepa lo que quiere." Ese día lo que yo quería era esa sensación específica de post-playa, pero iluminada con los gustos que hemos adquirido con el tiempo. Desde entonces mi congelador está lleno de frutos del mar: langostinos, conchas de abanico, una chita, tiras de pota, pejerreyes, huevera, todo del muelle de Pescadores, porque soy nieta de mi Nonno, hija de mi padre.

*

La "indignación festiva" que se sintió en las calles desde que empezaron las marchas contra un dictadorzuelo y sus cómplices, varios de los cuales son el epítome del hombre racista y clasista que tanto me desconcertaba de niña en Ancón, me desmintió. Marchar sí sirve de algo, ahora. La Generación del Bicentenario se bajó en una semana a un régimen autoritario y nos ha conducido a una nueva versión de nosotros mismos. Como tantos, sigo con el corazón golpeado, sigo durmiendo poco y mal, sigo despertando con un sabor amargo en la boca, con la sensación de que se me ha muerto alguien. Esas personas nos han hecho un daño inconcebible. Pero me siento protegida por una nueva consciencia. Estos días me choca haber crecido en un entorno que estaba acostumbrado a tanta muerte, a tanto maltrato. Me da esperanzas saber que ya no somos así. Que ahora exigimos lo mejor, porque es lo que merecemos. Hemos quedado exhaustos, pero ahora somos conscientes de que esa vida bacán era solo una lámina de hielo sobre una laguna de agua helada. Hemos quedado exhaustos, pero con la seguridad de que de ahora en adelante a nadie se le debe nunca más quebrar el suelo bajo los pies.

*

Hablar de esto no es hablar de política. Es hablar de la vida, y del derecho con el que nacemos todos de vivir tranquilos. Atesoro cada una de las fotos que he visto de cucharas rotas de tanto golpear para hacer entender nuestro gigante NO a gente que no sabe escuchar. La olla abollada de una amiga repostera, con el fondo prácticamente fundido de tanto golpear desde la ventana. El molde de otra amiga repostera, que quedó como un tambor de Trinidad y Tobago, martillado durante horas por su cuchara de palo mientras marchaba. Hermoso. Fueron tres millones en las calles y el 75% del país gritando, de una manera u otra, desde sus casas y sus teléfonos y sus parques, NO. 

Nunca nada será igual.




Conchitas de abanico para una primavera peruana

La receta es de Frank Cebreros.

Calcula una docena y media de conchitas para 4 personas.


Prende el horno a 240°C.

Lava y limpia las conchitas, limpiando el intestino del coral. Ponlas en una lata. Sálalas. Pon 1/2 cdta de mantequilla sobre cada una. Luego, sobre cada una perejil picado, salsa inglesa, tabasco suave. Ralla un limón Tahití sobre las conchitas y luego exprime el zumo sobre ellas.

Llévalas al horno bien caliente unos 8 minutos, hasta que empiecen a burbujear. Ten cuidado al sacarlas del horno para que no se chorree todo. Sirve inmediatamente.







































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4 comentarios:

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Alessandra Pinasco dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Alfio dijo...

Dos muchachos muertos, bastantes heridos... por nuestros propios guardas, un golpista con sueldo vitalicio de presidente con la mayoría de los rufianes en nuestro congreso... nuestras Fuerzas Armadas nos salvan negándose al pretendiente a dictador. Pero cuatro traidores en el Tribunal Constitucional inutilizan la verdad y el amor de las protestas... Si, al final-final cuando podíamos tener la casa limpia hemos sido traicionados por nuestros jueces constitucionales! Pero pudimos ir a 'Pescadores', jugar en su playa salpicados entre olas traviesas y comprar pescados de nuestro inmenso mar. Nuestro corazón es inmenso como nuestro mar y no olvida.

Unknown dijo...

Estaba alistandome para salir a caminar a la playa cuando leí tu post en IG y terminé por aquí... Terminé llorando y agradecida por mis veranos sin depa pero con mucho amor en Ancón, por ser peruana y ver q nuestro país no se deja, aunque si olvida, pero se q eso cambiará. Gracias x escribir tan bonito y por hacer magia con lo escrito, ahora iré hasta pescadores y me llevaré un par de pescaditos 😊